A mis padres, como a todos los de su generación, les tocó vivir tiempos muy difíciles de postguerra, de escasez y miseria. Tiempos en los que comer se convertía en el objetivo principal de cada día y en el que cada miembro de la familia tenía que aportar algo para llevar al puchero. De ahí, el dicho “hay que traer algo a casa, aunque sea una piedra”. La escasez les obligaba a rebuscar olivas, racimar, hacer cuerdas con esparto y al estraperlo para sacar unas pesetas. En este contexto pasaron su infancia y juventud.
Mis padres descendían los dos de familias abliteras. Como se suele decir, abliteros de pura cepa. Carmen, mi madre, era la segunda de cuatro hermanos (Gregorio, Carmen, Puri y Felipa) y ayudaba en las labores del campo. El temprano fallecimiento de su padre, hizo que tanto su madre como ella, además, empezasen a vender aceite y huevos de estraperlo. Actividad que estaba sancionada por ley.
Mi padre, Victoriano, más de lo mismo. También su padre falleció siendo joven. Él era el único varón entre cuatro hermanas (Josefina, Jesusa, Rosario y Angelines). Así que, con 12 años tuvo que asumir las tareas agrícolas del padre, cosa difícil, pues mi padre se criaba pequeño y la mula era demasiado grande. Me contaba que la mula parecía tener conocimiento porque cuando iba a ponerle el collarín agachaba la cabeza, como si quisiera ayudar en la tarea. Su madre (Benigna), al quedarse viuda, puso una tienda de comestibles y pescado. A mi padre la apertura de la tienda le sumo otra tarea, la de pasar con el carro todos los días a la estación de Cascante a por el nuevo género. Pero es justo decir, que abrir la tienda fue una valiente y muy acertada decisión pues le valió a toda la familia para no pasar necesidades y a mi padre para poder comer bien y mejorar la talla.

Como solía ocurrir antes, eran los días de fiestas los más idóneos para sacar novio o novia. Aunque, el ambiente festivo y el vino de racimos seguro que tenían también algo que ver. Y así y sin darse cuenta, con diecisiete años empezaron una relación que con el tiempo se fue consolidando hasta llegar a no saber vivir él uno sin el otro.
Yo recuerdo que mi madre me contaba que mi padre era muy guapo, tenía el pelo rubio y los ojos claros de un color azul verdoso. El cortejo se alargó muchos años, pues era él el único hombre de la familia y no se podía prescindir del trabajo que realizaba. Además, primero había que casar a las hermanas. Así que no se pudieron casar hasta los 28 años de edad.
Mi padre era una persona cariñosa con los suyos, pero sobretodo y quiero hacer hincapié muy trabajador, le gustaban las fiestas, cantar, bailar, beber… eso sí tenía un puntito de orgullo. Bajaba a trabajar a Ribaforada y compaginaba el trabajo de jornalero con el de agricultor. Enseguida se dieron cuenta de su valía y fue el peón de confianza hasta que se jubiló. La mayor ilusión de mis padres era ahorrar dinero suficiente para comprar su propia tierra y no tener que depender de nadie.

Mi madre compaginaba el trabajo en la fábrica de conservas con las tareas de casa. También era una mujer muy guapa, “morena-clara” como le decían para resaltar su belleza, que tenía un carácter alegre, distendido y de mente abierta para su época. Era la manitas de la casa: pintaba, ponía papel, colocaba rieles… arreglaba todo, y además colaboraba en la recolección de olivas, uvas y espárragos.
Debo reconocer que el recuerdo que tengo de su vida fue de mucho trabajo duro y esfuerzo. Pero al mismo tiempo de felicidad, pues disfrutaron de ver cómo sus objetivos se iban cumpliendo.
Por supuesto, a mí me enseñaron el valor del esfuerzo y del trabajo. Desde muy pequeña colabora con las tareas de casa y con 12 años ya hacía la comida para toda la familia.
Otro recuerdo que tengo de ellos son las palabras de afecto y cariño que se procesaban. No sabían estar el uno sin el otro. Y yo siempre les decía que eran los amantes de Teruel.
Tuvieron un parto fallido y fue muy doloroso para ellos enterrar a su recién nacido, pero afortunadamente, al poco tiempo nací yo y llené de nuevo sus vidas de felicidad.
Pudieron conocer a sus tres nietos. En mi primer parto nos fuimos al hospital sin avisarles. En cuento se enteraron llamaron a un taxi y, desde Ablitas, subieron a Pamplona para estar con nosotros.
Mis otras dos hijas ya nacieron en Tudela. Mi madre bajaba a mi casa todos los días a ver a sus nietos, los llamaba desde las escaleras “Jesús, Vanesa, Yoana…” y les decía “qué guapos sois, tenéis unos ojos que parecen dos negralas”.
La pena fue que mi madre murió joven y repentinamente a los 64 años de edad. Para mi padre fue un golpe durísimo, estaba roto de dolor. Yo no pude ni pensar en mi propio dolor por la muerte de mi madre. Lo veía tan triste, cabizbajo y hundido que me volqué en él y en ayudarle superar la pérdida. Y analizándolo ahora, 30 años después y con perspectiva, creo que, junto con mi marido y mis hijos, lo logramos. Nunca estuvo solo. Desde el primer día vino a vivir con nosotros. Nos acompañaba a todas nuestras salidas. Incluso cuando íbamos de camping con los amigos se venía y le llegamos a comprar su propia tienda de campaña.

Todavía recuerdo, la primera vez que salió tras la muerte de su mujer. Fue con mi tío Benito (su cuñado) a ver jugar al Ablitense. Más tarde se hizo amigos veinte años más jóvenes que él (Ernesto, Pelé, Félix y el Rey). Se juntaban los domingos para merendar y todos los días para jugar la partida. Tenían tan buena relación que cada vez que íbamos de vacaciones su ilusión era traerles un regalo a sus amigos. Siempre se la ingeniaba para comprarles algo especial. Y para los que tenía menos relación les traía mecheros y pastillas de café con leche, que según donde estuviésemos costaba encontrarlas. Era muy generoso y siempre llevaba cosas por los bolsillos: caramelos, almendras…etc. para ofrecerle a todo el mundo con el que se cruzase.

Hasta los noventa años vivió bien. Incluso en Nochevieja cenaba con los amigos. Yo mandaba a mis hijos a que lo acompañaran a casa, pues sabía que le hacía mucha ilusión. De hecho, de vuelta a casa siempre iba cantando de alegría y mi hijo Jesús le decía “abuelo no cantes que dirán que te llevo borracho”.
Siempre tuvo presente a su Carmen y los días más señalados se le veía correr una lágrima por su mejilla. Pero nunca preguntó dónde estaba enterrada, ni tuvo la fuerza suficiente para visitar su tumba.
A los noventa el alzhéimer llegó a su vida. Vivimos cinco años más unidos que nunca, ya que necesitaba muchos cuidados. Y yo me volví a volcar en él y en darle todo el amor y cariño que pude hasta su final.

Se pasaba todo el día rezando y contando historias de su juventud. No se ubicaba en la actualidad y solo se acordaba de los tiempos de antes.
Por las tardes me sentaba a su lado y me contaba viejas anécdotas. Una de las muchas que contaba era sobre un matrimonio de gitanos. Contaba que estando trabajando en un carrizal en Ribaforada escuchó unos gritos que decían “¡cómo es que no me has traído tabaco!” seguido de un llanto de mujer. Se acercó y vio a un gitano pegando a su esposa. Y ante tal barbaridad no pudo contenerse, se armó de valor y le dijo “como le pegues más te doy un azazo”.
Otra de sus historias favoritas se ubicaba en Burgo de Osma (Soria). Me narraba que estaba regando y que al abrir una tajadera del río Duero, para su asomo, comenzaron a saltar madrillos de la acequia. Era sábado e iba a regresar a Ablitas así que no se lo pensó dos veces y se llenó tres sacos de peces. Una vez de regreso en Ablitas fue a casa de su hermana Josefina, que era quién había cogido el relevo de la tienda/pescadería de su madre, para ofrecerle el género y que le ayudase con la venta. Sin embargo, su hermana desestimó la oferta y le prestó un peso para que lo hiciera él mismo. Mis padres no dudaron, decidieron aprovechar la oportunidad y los dos juntos fueron casa por casa vendiendo los madrillos. Con un simple remolque de mano, un sencillo peso y la labia de mi madre vendieron todo en pocas horas. Al finalizar esta historia mi padre siempre se quedaba como abstraído, parecía volver a la actualidad y decía con una mezcla de orgullo y tristeza por su ausencia “ay hija mía, cuánto valía tu madre”.
Tras la muerte de mi padre he de decir que yo estaba triste, pero muy tranquila pues sé que hicimos todo lo humildemente pudimos y supimos para cuidarle.
A día de hoy siempre nos acordamos de las canciones que cantaba en Navidad y los cumpleaños. Yo les insisto a mis hijos para que las canten para que no caigan en el olvido (Virgencita milagrosa y Navidad que conduce el cantar).
Han pasado los años, pero el recuerdo tanto de mi madre como de mi padre se hace más presente cada vez que paseo por esos campos que llenábamos de risas.
Es sábado, hace frío y salgo a pasear, llego al terreno de Carrapedriz y a mi mente vienen recuerdos de mi infancia. Recuerdos de cuando todo el pueblo salía a recoger olivas. Familias enteras: abuelos, hijos, nietos… todos montados en los remolques que a su vez estaban llenos de utensilios: mantas, palos, capazos, sacos…Puedo volver a escuchar el sonido de los palos pegando en los olivos, las risas, las canciones, sobre todo jotas, y los gritos “estate quieto, no pises las olivas”, “coje del suelo, hay muchos solares”, “si te llenas el saco te puedes ir a casa”.
Sigo paseando por Carrapedriz y en una bocanada de aire vuelvo a oler las hogueras, el olor a chistorra y panceta asada. La verdad es que el momento del almuerzo era toda una fiesta.
En mi paseo, llego a mi corro, que es el término que en Ablitas usamos para definir una finca, y veo a mi madre con su pañuelo en la cabeza, su falta gruesa y su delantal hecho de loma. Puedo llegar a oír su voz diciéndole a mi padre “este corro es muy fino, echa olivas todos los años”. Y mi padre mientras tanto cantando jotas para amenizar la tarea.
Bajo la vista al suelo y veo muchas olivas, que pena, ya no se cogen. Los tiempos han cambiado. Se vive más deprisa y el cogerlas ya no es rentable. A mi padre también le costó dejarlas en el suelo, me recuerdo diciéndole “papá cierra los ojos, todo ha cambiado y tenemos que acostúmbranos a esta nueva situación”.
Llegó la concentración parcelaria y con ella cambió el paisaje. Los corros y corricos que ellos conocieron y que tanto esfuerzo les costó conseguir se convirtieron en fincas más grandes con agua suficiente para sembrar otros cultivos más rentables. Si bien fue la mayor transformación que se produjo en el campo de Ablitas, para nuestros mayores supuso una pérdida de identidad dado el valor sentimental que por la tierra tenían. Al principio del proceso hubo muchas dudas por el desconocimiento del proyecto. De hecho, en los bares y corrillos se comentaba “hay que vender la tierra o nos arruinaran a pagos”.
Mi padre volvía del bar con esta cantineta y yo le contestaba, “papá solo venderemos si nos hace falta por enfermedad o para comer”. Solo en caso de necesidad máxima hubiera accedido a vender, pues sabía lo que hubiese significado para él desprenderse de lo que había sido su medio de vida. Cuando insistía con el tema le respondía con contundencia “papá no quiero vender, pues sé que el campo fue un día vuestra ilusión y mantenerlo os ha costado mucho esfuerzo y sacrificio tanto a ti como a la mamá”
Previo a la concentración había que hacer una valoración de las tierras. Se buscaba a gente ablitera, con experiencia y conocimientos es estos menesteres. Mi padre, entre muchos otros, fue una de las personas elegidas para hacer dichas valoraciones. Sin embargo, rechazó la tarea. Él se veía mayor y prefería mantener una posición neutral en todo el proceso. Como a él mismo le pasaba, para cada uno su tierra era la mejor y todos se creían que su tierra era “oro molido”. Por tanto, sabía que iba a ser una ardua tarea dar gusto a todos, incluido a él mismo.
Personalmente, a mi lo que más me dolió de esta concentración fue como muchas personas se desprendieron de sus tierras. En mi humilde opinión fueron varios factores. A muchos la concentración les cogió mayores, otros eran ya hijos de los propietarios estaban viviendo fuera y no le interesaba la tierra y otros simplemente ganaban en horas extras de fábricas lo que el campo daba en todo un año de trabajo. Por todo ello, muchos vendieron a los nuevos terratenientes barato, lo que en su día sus padres habían comprado caro. Parece que la historia se repite.