Mi abuela Jovita

En Ablitas, cerca de la iglesia del pueblo, está mi casa. Fue mi abuelo José quien la mandó construir hace muchos años. En esta casa grande y antigua comenzó la historia de mi familia.

Es por la tarde, y mi madre está cosiendo en el cuarto junto al balcón con vistas a la placeta de la iglesia. Aburrida, subo hasta el tercer piso, donde se encuentran los graneros. Está el veranil, que mi tía usa para guardar cosas; el granero pequeño, que mi madre usa como trastero; y el granero grande, lleno de tesoros para pasar la tarde.

Aunque lo frecuento a menudo, a veces me da respeto entrar. Es oscuro y tengo que atravesarlo a tientas hasta llegar a una ventana que proporciona luz. Hay días en que me entretengo viendo las revistas Burda que mi madre usa para la costura, o reviso los libros de patronaje del método Marti que mi tía Fina utilizaba para dar clases. También he jugado a peluqueras con las pinzas de la permanente y el secador que usaba mi tía Villar antes de casarse.

Hoy, al abrir la ventana, me he topado con un pupitre de madera deteriorado. Con sumo cuidado, abro las dos hojas de madera que lo cierran. Encuentro muchos papeles. Dudo en sacarlos porque algo me dice que lo que estoy haciendo no está bien y podrían descubrir que he estado indagando en cosas que no son de mi incumbencia.

Saco un cuaderno repleto de nombres y números, parece un libro de cuentas. Sigo buscando y encuentro cartas dirigidas a gente que no conozco. Más abajo, casi en el fondo, hay unos sobres más pequeños. Al abrirlos, encuentro algo que me sorprende: en un recordatorio aparece el nombre de mi tía Miguela y la fecha de su muerte, el 4 de agosto de 1968. En otro sobre encuentro el recordatorio de la muerte de mi abuelo. Hace más de 20 años que murió.

¿Por qué hace tantos años que mi abuelo ya no estaba en esta familia? No pienso en una enfermedad que se lo llevara demasiado pronto. Soy una niña y para mí las personas se mueren cuando son muy viejas y algo no me cuadra en la cantidad de años.

De repente, desde el piso de abajo, oigo mi nombre. Ese sonido inesperado me saca de mi estado de obnubilación.

«¡Ya voy, estoy en el granero!» respondo a mi madre. Bajo nerviosa y le cuento mi hallazgo. «Mamá, he visto la esquela del yayo José y ponía que falleció en 1955. ¿Hace mucho tiempo, ¿no?» Ahora entiendo por qué la yaya Jovita llevaba tantos años viuda.

Siento que mi madre no tiene mucho interés en resolver mis dudas, así que tendré que seguir indagando. Algo me dice que no va a ser fácil; buscaré el momento y la persona adecuada.

Pienso en mi tía Fina, que vive en el piso de arriba y pasa mucho tiempo con nosotros. Todas las noches baja las escaleras que separan las dos casas y, a la hora de dormir, las subimos juntas. Desde que murió mi abuela, yo o una de mis hermanas compartimos dormitorio con ella. A mi tía se le da muy bien contar historias; quizás ella sea la persona adecuada para aclararme este lío de fechas.

Mi intriga va en aumento. Finalmente, decido preguntarle a mi padre, aunque temo su reacción.

«Papá, hoy en el granero he descubierto que el yayo José se murió hace más de 20 años. ¿No es eso mucho tiempo?» Su cara de sorpresa da paso a la conversación que yo esperaba.

«No dejáis de tocar nada. ¿Qué necesidad hay de estar registrando cosas por los graneros?» Y me explica que la yaya Jovita se casó con el abuelo José cuando este ya era viudo. Ahí acaba su explicación, pero no mi curiosidad.

Entonces entendí por qué mi abuelo José era un ausente en la familia. Yo era pequeña y no era consciente de que en las conversaciones no se le nombraba mucho. Ese desfase de años provocó que no participara en anécdotas e historias que yo escuchaba.

Mis investigaciones me llevaron a averiguar que, además de ser viudo, tenía tres hijos que aportó al matrimonio con mi abuela. Ella, a su vez, le dio cinco hijos más: cuatro mujeres y mi padre, que por un largo tiempo sería el único varón de la familia.

Siempre he sido una persona curiosa. De pequeña, me gustaba escuchar cuentos y, con los años, esa pasión se transformó en un deseo de conocer mi pasado, de saber de «historias de antes».

Después de la muerte de mi madre, mi padre vivía solo, y cada noche subía a su habitación para hacerle compañía antes de que se durmiera. Fueron esas noches de conversaciones íntimas las que me permitieron compartir interesantes relatos con él. «Cuánto te gustan las historias de antes «, solía decirme, y era cierto. Me encantaba sumergirme en nuestro pasado y descubrir más sobre nuestras raíces.

Hoy, casi cincuenta años después, sigo pensando en ese granero y en ese pupitre de madera con una nitidez que me emociona. ¿Por qué esos recuerdos siguen tan presentes en mi cabeza?

Ahora me siento como aquella niña de doce años frente al pupitre, pero esta vez seré yo quien añada mi historia a esos retazos de recuerdos pasados. Hablaré sobre mi abuela Jovita y lo mucho que su figura aportó a esta familia.

Compartí con ella sus años de decadencia física. La recuerdo frágil y con el pelo gris. Cada mañana, mi tía peinaba su larga melena, le hacía una gran trenza y la enrollaba en un bonito moño. A veces, mi abuela hacía una pequeña mueca con la cara, que imagino era por los tirones de pelo que recibía, pero jamás le oí quejarse.

Mi abuela era de misa diaria, y cuando sus piernas empezaron a fallarle, una de sus nietas la acompañábamos a bajar la pequeña cuesta que separaba la iglesia de su casa. Cada día sacaba un pañuelo negro y suave del cajón de su cómoda, cubría su cabeza con él y una simple aguja de cabeza negra le servía para mantenerlo en su sitio. Se ajustaba las medias y cubría su consumido cuerpo con una chaqueta de punto y así, toda vestida de negro, día tras día bajaba a rezar por todos los ausentes de su familia.

Recuerdo las tardes que subía a su casa con mis hermanas. Le hacíamos compañía mientras jugábamos y ella, a su vez, nos cuidaba si por alguna razón mi madre se ausentaba de casa. Con mi madre compartió muchas tardes. Mi tía la bajaba a nuestra casa cuando ella se iba a trabajar y entre telas y conversaciones creció entre ellas una bonita relación. Hacía unos años que mi madre había perdido a la suya y creo que, en cierta medida, adoptó a mi abuela Jovita como madre para mitigar la ausencia de la propia. Esa complicidad las llevó a crear su propio código para comunicarse y cuando mi abuela se sentía mal o necesitaba algo, desde el piso de arriba con el palo de la escoba y más tarde con su bastón, daba tres golpes en el suelo de tarima y enseguida veía a mi madre subir apresurada las escaleras para atenderla.

Recuerdo los días en que mis tíos venían de Andorra con mis dos primas a visitarla. Mi tía Villar, la menor de sus cinco hijos, siempre traía alegría y diversión a nuestras vidas rompiendo la monotonía diaria. Incluso ahora, con el paso de los años, mis primas y yo recordamos con nostalgia los juegos y travesuras que compartimos en casa de la abuela.

Mi tía Ascensión que era monja y vivía en Palma de Mallorca, también venía a visitarnos durante quince días en verano. Aprovechaba sus permisos para estar con la familia. Llegaba en tren desde Zaragoza y al pasar por Tudela un taxi la traía a casa. ¡Qué contenta se ponía mi abuela esos días! Su rostro se iluminaba con una alegría especial. Durante esos quince días, juntas rezaban el rosario y asistían a misa. Mi abuela se llenaba de energía mientras le contaba a mi tía las novedades de la familia: que si tu prima Juana…, el tío Pedro…, la tía María…, tu prima Patro... Nunca parecía haber suficiente tiempo para ponerse al día. Mi tía, por su parte, le hablaba de Sor Pilar, Sor Ángela y la clínica Mare Nostrum, donde trabajaba en Palma de Mallorca. Poco a poco sus días de permiso pasaban. Recuerdo noches de verano en las que mis primas y yo nos quedábamos dormidas en las sillas del comedor escuchándolas conversar.

Después, vuelta con la maleta. Esta vez haciendo el camino a la inversa. La llevaban a la estación del tren en Tudela, llegaba a Garrapinillos y de allí un avión la transportaba a su convento donde seguiría compartiendo con sus hermanas de Los Sagrados Corazones la vida que un día ella eligió.

Poco a poco, mis recuerdos se acercan al 19 de junio de 1978. Al día en que mi abuela, ya cansada de vivir, se permitió marchar hacia una nueva vida donde por fin descansaría en paz. Recuerdo perfectamente su funeral y la mano de mi padre sujetando la mía para intentar calmar la llantina incontrolada que me producía la despedida de mi abuela Jovita.

Luis, mi padre, fue el único hijo varón nacido del matrimonio de mis abuelos y ante la muerte de su padre, fue el que tuvo que hacerse cargo de las tierras. Siempre a su pesar, se dedicó al campo; pues por sus circunstancias no podía ser de otra manera. Cuando se dirigía a mi abuela siempre la llamaba «madre” y ella siempre tuvo en cuenta la opinión y consejos de mi padre. En aquella época, la figura masculina era muy considerada y mi abuela vivió con esa creencia.

Cuánto y cuánto podría seguir escribiendo de esta época tan bonita que fue mi infancia, pero no, mi misión no es esta. Mi misión es descubrir cómo vivía en esa casa situada junto a la Iglesia mi abuela con su familia.

Estamos en mayo de 2024, de nuevo una tarde aburrida sin saber que hacer me compaña.  En otros tiempos hubiera subido al granero grande a buscar algo con qué pasar la tarde entretenida pero hoy mi destino es otro.

Hoy, mis pensamientos y mi imaginación van a permitir a esta Esmeralda ya adulta disfrutar de una entretenida conversación con mi abuela Jovita que seguro tiene muchas historias que contar.

En su casa siempre está la llave puesta, ya nadie vive allí. Desde que murió mi tía Fina sólo entramos de vez en cuando a «dar vuelta» y saber que la casa sigue en orden.

Al abrir la puerta me viene al pensamiento la imagen de mi abuela sentada en su sillón junto a la ventana. En el comedor, siguen las sillas tapizadas en verde y la mesa camilla con sus faldas estampadas.

¡Cuánto me gustaría conversar con ella y preguntarle por todos años que vivió en esta casa!

Le preguntaría si fue feliz a lo largo de su vida. Ella, presiento, se quedaría un rato callada como si tuviera que ordenar sus vivencias y con voz quebrada comenzaría su relato.

“Ay ‘jamia’ en mi vida me tocó vivir de todo trabajé mucho, padecí mucho por todos y en mis tiempos jóvenes fueron muchas las desgracias que me tocó vivir. Ya cuando me hice mayor y mi cuerpo no me permitía hacer nada, es cuando me sentí feliz de ver como mis hijos estaban bien, viviendo con unas comodidades que yo no tuve. Agradecí a Dios me permitiera conocer a mis cinco nietas a las que tanto quise. Lo mejor el Señor me lo guardó para el final.

De todos mis hijos solo la tía Villar y tu padre se casaron y qué buenas personas eligieron. Paulino cuando comenzó de novio estudiaba en Zaragoza para practicante y lo teníamos a todas horas por casa, la tía Villar trabajaba en la peluquería y hasta que no terminaba de peinar a todas las mujeres del pueblo, no podía irse ella de paseo con él.

Tu padre también fue afortunado con tu madre, era la sobrina de Don Luis, el cura y ella lo acompañaba, vivían en la casa parroquial, justo enfrente de nuestra casa. Yo la quise mucho, me cuidó hasta el final, como si de su madre se tratara. Luego vinisteis vosotras. La Mª José nació la primera, después naciste tú, la Macu y la Eva casi seguidas, y la Carmen la más pequeña. Me disteis mucho cariño y disfrutaba mucho cuando estábamos todos juntos. ¡Cuánto agradezco habeos tenido cerca!”

Sigo divagando en esa conversación ficticia con mi abuela en la que también le preguntaría por el periodo en el que vino a vivir a esta casa y por qué se casó con el abuelo José. La imagino en silencio intentando recuperar sus recuerdos y de seguido me contaría su historia:

“En mi casa había poco que comer y muchas bocas que alimentar, la abuela Ciriaca y el abuelo Pablo, mis padres, tuvieron seis hijos. Yo era la pequeña de las tres hijas y luego vendría mi hermano Pedro.

Un día mi padre vino diciendo que José, el que vivía cerca de la Iglesia, necesitaba a alguien para servir en su casa, pues tenía tres hijos y mucha tarea para mantener esa casa tan grande en orden.

Mis hermanas mayores ya tenían donde ocuparse, otra de mis hermanas ya estaba casada y al final fui yo la elegida para ir a servir a casa del abuelo.

Antes no había las comodidades de ahora, íbamos a lavar al río no había ni luz ni agua en las casas, fregábamos los suelos con las rodillas hincadas y guisábamos en una cocinilla de leña.

En esta época, el dueño de la casa, tu abuelo trabajaba mucho en el campo, tenía sobre todo olivos. Mucha gente se pasaba por su casa para pedir trabajo. Hasta yo algún día tuve que intervenir para que mis hermanos pudieran ganarse algún jornal a su costa.

También daban mucho que hacer los animales que teníamos en el huerto. Había gallinas, patos, conejos y alguna oveja para poder tener leche. No paraba en todo el día, pero era joven y eso me hacía ser fuerte y valiente.

La primera mujer de tu abuelo cayó enferma muy joven y murió con la pena de dejar a sus hijos en compañía de la ausencia de su madre.

Fue entonces cuando el abuelo habló con mi padre para comunicarle de sus intenciones de casarse conmigo; para que sus hijos y la casa siguieran atendidas.

Cuando mi padre lo contó, todas mis hermanas e incluso mi madre se pusieron contentas. José era un buen hombre, algo mayor que yo, pero tenía buena casa, buenas tierras, y en su casa nunca faltaba que echarse a la boca. A mí tampoco me pareció mala propuesta, lo conocía, conocía a sus hijos y yo ya iba cumpliendo años. Ya me veía moza para siempre porque, aunque tuve algún pretendiente, nunca fue nada serio.

Y así es cómo pasé de ser sirvienta de la casa a ser la dueña, aunque no por eso dejé de hacer mis tareas asignadas como criada.

Enseguida me convertí en madre. Nació la tía Miguela, dos años después la tía Fina, luego la Ascensión. Cuando nació tu padre, tres años más tarde, fue una gran alegría, pues antes se necesitaban hombres para trabajar las tierras y traer dinero a casa. Y cuando ya pensaba que no tendría más hijos, me volví a quedar encinta de la tía Villar, se pasaba con tu padre ocho años. Yo casi tenía 50 años cuando ella nació. Le pusimos Villar de nombre porque unos años antes la primera hija del yayo José, había marchado con su bebé al encuentro de su madre. ¡Cuánto la lloró el abuelo!, ¡cuánto sintió su marcha! Quiso mantener su recuerdo poniéndole a su última hija el nombre de la primera.

También vivió con nosotros un hermano del abuelo José, su padre Benigno, ya con muchos años se volvió a casar de segundas con Felisa, una mujer más joven que él.  Por entonces, una gripe muy mala afectaba a las mujeres embarazadas o con niños pequeños, y Felipa también murió, dejando a su hijo sin poder criarlo.

Como mi suegro ya era mayor y en casa había más niños, pensamos que vivir con nosotros sería una buena opción y así como un hijo lo crié. Salió de nuestra casa para casarse.”

Me llama la atención que en una misma familia haya varios viudos. ¿Qué diría mi abuela al respecto?

“Las mujeres de mi época trabajábamos mucho y duro. Íbamos al campo a trabajar como cualquier hombre, las tareas de la casa eran muy laboriosas, comíamos lo justo, los embarazos eran frecuentes y muy poco controlados, los partos de riesgo, pues muchas veces el médico no podía acudir y era algún familiar o vecina la que ayudaba a traer al mundo al hijo que ya quería abandonar el vientre de su madre. Con todo esto que te cuento la salud de las mujeres de entonces no era muy buena, y muchas partían al otro mundo dejando niños pequeños sin la posibilidad de recibir los cuidados ni los abrazos de su querida madre.

También era frecuente la muerte de niños pequeños. Nadie debería conocer en sus carnes la pena de enterrar a un hijo, por desgracia en esta casa pasó más veces de las que hubiéramos querido y esa pena la llevé siempre conmigo. ¡La Miguela, lo buena que era y qué bien me vino su ayuda, siempre pendiente de todo! Recuerdo que la tía Luisa, la vecina de la cuesta pasó a casa comentando: Dicen que traen a la Miguela de Pamplona. Pues ahí es donde la llevaron para ver si podían aliviarle su mal. Si que vino sí, pero no como yo esperaba verla, vino ya sin vida, sin tener la posibilidad de que ella sintiera los abrazos que con tanto cariño le di sabiendo que serían los últimos que recibiría su cuerpo ya inerte.”

Imagino a mi abuela llorando al recordar tan duro momento y comparto con ella esas lágrimas que en su día no pude dedicarle en su partida a mi tía Miguela. Es ella la que sale en las fotos como madrina de la boda de mis padres, a la que siempre le he tenido un cariño especial porque también fue madrina de mi bautizo. Y estoy segura que desde dónde se encuentre me habrá cuidado como tal.

Sellamos ese dolor que compartimos las dos, ella por su hija y yo por la figura de mi tía, que siempre me acompañó en la sombra. 

Mi padre siempre me hablo con cariño de la abuela Ciriaca. ¿Qué me contaría mi abuela de su madre?  Seguro que me contaría que fue a vivir con ella cuando su madre se quedó viuda y así recordando esa época continuaría su relato.

“Hablé con mis hermanos para que viviera conmigo. Siempre agradecí al abuelo lo dispuesto que estuvo en cumplir mi deseo, y hasta que murió con 91 años, no salió de esta casa. Tenía un temperamento muy alegre, le gustaba estar cerca de la estufa y se pasaba el día echándole leña. A sus nietos les gustaba estar con ella, pues les contaba historias y anécdotas que les entusiasmaba escuchar. La tía Villar siempre me pedía acostarse con ella, y así lo hacía hasta que una noche se levantó asustada porque sintió que la abuela se había puesto enferma. Mi madre mandó llamar a su amiga Bienvenida y esta le acompañó hasta el último momento.”

Pienso que me hubiera gustado conocerla. Mi padre nos contaba muchas anécdotas sobre ella, lo que les hacía a las gallinas, como ordeñaba a las ovejas para que la tía Salvadora hiciera queso. La verdad es que debió de ser una mujer muy sabia la abuela Ciriaca. 

“Cuando el yayo murió, ya todos se habían hecho mayores. Cada uno fue buscando dónde trabajar. La tía Miguela me ayudó mucho, hasta que se marchó, cuidaba de la casa junto conmigo. La tía Fina cosía para otra gente, le gusta mucho la enseñanza y a menudo estaba con las monjas dando catequesis y ayudando en lo que podía. La tía Ascensión aprendió el oficio de peluquera, y aunque le vino enseguida la vocación de religiosa, no le dejé marchar hasta que le enseñó a su hermana Villar el oficio pues eran todas mujeres y debían buscarse un buen porvenir. Luis, tu padre, trabajaba en el campo y Ángel, mi cuñado, se casó con la Arsenia y formó su propia familia.

 Carmen la hija del abuelo José, vivía de manera itinerante en nuestra casa. Pues cuando ella quería marchaba largas temporadas a vivir con su abuela Raimunda. El que siempre estuvo con nosotros, fue Ángel, el hijo del abuelo. Siempre estuvo delicado, apenas podía hacer nada, el mal de su corazón se lo impedía. Lo llevábamos a la plaza para que estuviera entretenido con la gente y cuando quería volver a casa mandaba aviso, yo cogía una silla de madera bajo el brazo y poco a poco descansando en la silla su fatiga llegábamos a casa. Murió un año antes que su padre, y tres años más tarde lo hizo su hermana Carmen. Me toco despedir a muchos seres queridos, fueron muchos los años que vestí de luto.”

Abuela, debo marcharme, he disfrutado mucho compartiendo tus recuerdos, se que tu vida al igual que la de muchas mujeres de tu época no fue fácil pero la dedicación exclusiva a tu familia y al bienestar de todos los que en tu vida te acompañaron te honra como persona y hace que me sienta orgullosa de pertenecer a tu linaje. Siempre serás merecedora de mi respeto y tu vida me servirá de ejemplo.

– Esmeralda Doiz –

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