Retazos de una vida

Salir de casa

Eran las 4 de la tarde del 9 de septiembre de 1978.

Mi madre recoge la cocina y con paso ligero va a su habitación para arreglarse y subir a la plaza.

— “He quedado con la María la Talega” para ver las vacas en el balcón del ayuntamiento —me dice—, llevamos ya muchos años sin salir en fiestas.

Se pone su falda azul marino y una camisa granate de color oscuro. Se viste así, discreta, para no llamar la atención y pasar un poco más desapercibida.

Se peina, se echa colonia y se pinta los labios sin resaltar demasiado el contorno. Todo sutil, como su ropa.

Se oye el timbre de la puerta y ligera sale a ver quién es. Es su amiga y vecina María que ya está preparada.

—¡Ay María!, ¿qué pensarán de nosotras? —le dice mi madre.

—Oye Concha, no seas tan mirada —le contesta la María. —¡En nosotras se van a fijar!

Salen de casa, dudosas, vacilantes y andando con paso inseguro y rondando por su cabeza los múltiples comentarios que creen que los demás pensarán: “mira éstas, ¡qué frescas! Ahora se van de fiesta… y los maridos enterrados”.

Iban en esos pensamientos cuando llegaron cerca de la cooperativa y se cruzaron con su vecina Rosa.

¿Adónde vais?, ¿a las vacas? —les pregunta—. Está la plaza que no cabe una aguja” —añade.

Mi madre con la cabeza agachada siente sobre ella la mirada acusadora y culpabilizadora de su vecina. Las palabras no le salen de la boca, nota sus manos sudorosas y el corazón latir con fuerza.

Imagina todas las miradas de la plaza caer sobre ellas y con el dedo acusador señalarles y resaltar su culpa.

—Chica, chica…, ¿nos volvemos? Total, para lo que habrá en la plaza —le sugiere mi madre a la María.

Se autoconvencen entre las dos amigas y se dan la vuelta para refugiarse en el lugar seguro que sienten que es su casa.

Tormenta de verano

Era una tarde calurosa de julio. Yo tenía 14 años y estaba en la calle dando vueltas con mi bici de color azul con la que tanto disfrutaba.

Hacía un calor plomizo, casi asfixiante. De pronto se levantó un aire cálido y unas nubes blanquecinas aparecieron en el cielo presagiando tormenta.

Enseguida oí la voz de mi madre llamarme.

Conchi entra a casa antes de que empiece a llover.

 Guardé la bici en la cochera, la apoyé en la pared y entré rápida. Sabía que los relámpagos  y los truenos se avecinaban.

Mi madre andaba nerviosa, inquieta por la cocina.

—¿Has visto a tu padre? —me preguntó—. Es que hay que quitar los plomos de la luz y desenchufar la tele, las tormentas son peligrosas.

Enseguida llegó mi padre.

—¡Venga Antonio!, date prisa en desenchufar la tele y vamos a la habitación de abajo.

Yo entré al cuarto de estar, caminando casi a tientas, y aproveché el resplandor de los rayos para ver dónde pisaba.

Cuando llegué a la habitación una vela, colocada allí en el centro de la mesa, presidía la estancia. Su luz tenue dejaba ver el rostro de mi abuela que con voz pausada y melodiosa rezaba el rosario. Mi madre, sentada a su lado, terminaba las oraciones que mi abuela iniciaba.

Con cada relámpago mi madre emitía un suspiro profundo ¡ay Dios mío!, seguido de una plegaria.

Yo con sigilo, me levantaba y miraba con cautela por las rendijas de la ventana. Disfrutaba viendo correr el agua por la calle y me imaginaba que los objetos que arrastraba eran pequeños barcos a la deriva.

Un tapón de color rojo. La fuerza del agua le daba vueltas y lo zarandeba de un lado a otro lado. Yo pensaba en todo el recorrido que el pequeño objeto iba a llevar hasta que su suerte le hiciera parar cerca de la acera. Primero descendería rápido y luego poco a poco se desplazaría con más lentitud.

De pronto ¡anda! Me fijaba en otra protagonista. Una botella vacía que el agua arrastraba sin contemplación. Chocaba con unas ramas largas que había en el bordillo de la calle y ahí se quedaba. Había acabado muy pronto su aventura, ¡qué pena!

Enseguida, la voz de mi madre santiguándose e invocando a Santa Bárbara me hizo despertar de mi ensimismamiento.

—Conchi, “retírate de la ventana —me dijo con voz temblorosa—¿no ves que puede entrar un rayo?

Aún conseguí lanzar una última mirada entre las rendijas que tanto despertaba mi imaginación.

¿Cómo me sentiría yo si fuese uno de esos juguetes que van así a la deriva?, pensé. Recorrería calles, avenidas y barrios…Pasaría por las casas de mis amigas y con gran entusiasmo les invitaría a subir a mi pequeño barco de la imaginación a correr ciento y una aventuras.

Pero mi madre estaba ahí, siempre protectora y me imploró.

— “Por favor Conchi, aléjate de la ventana que el transformador está muy cerca y puede llegar un rayo y romper la tele”.

Despacio, casi de puntillas me senté en el borde del sofá marrón que ocupaba casi toda la sala.

La tormenta siguió fuera, pero yo continué con mi viaje en ese barco imaginario que me llevaba hasta los confines del mundo.

Poco a poco la tormenta fue amainando y los relámpagos dieron tregua a una lluvia limpia y densa.

El nerviosismo de mi madre se tornó en una actitud más serena y relajada; con un suave resoplido salió del cuarto de estar para conectar los plomos de la luz y volver a la normalidad en la casa. La tormenta había finalizado.

Valores

¡Ring, ring, ring!, suena la alarma. Sobresaltada me despierto e intento desperezarme. Ha sido una noche pesada, larga, con un sueño ligero. Siento mis piernas y mis brazos entumecidos. Mi cuerpo adormecido siente que no he descansado lo suficiente. No ha sido un sueño reparador. Mentalmente repaso el sinfín de tareas que programan el día a día: trabajo, reunión, tareas de casa, cursillo, estudiar y más tareas,…algo de yoga o de Pilates para relajar la mente .Así un día tras otro…

En este duermevela, me vienen imágenes y pensamientos de mi adolescencia; de cuando yo tenía 13 años y la vida en mi casa era tranquila, sosegada, ordenada, familiar.

Recuerdo cómo sonaba la sirena de la escuela

 ¡Por fin! Pensaba yo y con paso ligerito me dirigía hacia casa para coger la merienda.

Recuerdo una tarde de otoño en la que, aunque estaba en 7º de E.G.B., tenía pocos deberes ese día.

Iba contenta pensando “seguro que mi madre estará en casa y me preparará la merienda en la encimera”.

Confiar y saber que mi madre siempre estaba ahí esperando con entusiasmo mi llegada me tranquilizaba y me daba seguridad. Me hacía sentirme fuerte y poder afrontar los juegos de la tarde con gran confianza.

Subo las escaleras y hago sonar el timbre. Enseguida oigo los pasos presurosos de mi madre. Al llegar a la entrada, ya distingo las voces de mi abuela Luisa y de mi tía Dolores.

Allí, las tres, en torno a la estufa tejiendo las lanas con el ganchillo con gran celeridad.

—¿Qué tal en la escuela? —me pregunta mi madre.

—Bien, hoy tengo pocos deberes para hacer —le contesto.

Mientras me prepara el bocadillo de chocolate, continúan con su conversación, contando historias y confidencias, al tiempo que siguen tejiendo.

Llaman al timbre.

—Es la Rosario que viene a estar un rato con nosotras. Va a empezar la labor y quiere echar aquí los puntos—anuncia mi madre.

Cojo mi merienda y mis patines y me despido de todas.

Antes de cerrar la puerta me advierte:  no te enfades con nadie y no hagas “acto de nada”. Me muestra su actitud conciliadora y me da un buen consejo para relativizar los problemas.

Sentada en la acera  y mientras me pongo los patines guardo en mi retina la mirada de mi madre.

La siento disfrutar con lo cotidiano, con las cosas simples del día a día,  con las conversaciones y confidencias de las tarde. Esas tardes de costura con las que tanto disfrutaba.

Seguro que al marcharme estará pensando en la cena; a ver qué prepara para cuándo yo vuelva.

Veo a una persona feliz, conformada, entregada y generosa. Una madre protectora y volcada en su familia.

El día a día y las pequeñas cosas llenan de plenitud su alma.

Aunque el tic-tac del despertador me sobresalta, me desperezo, pero me cuesta despertar y retorno a ese duermevela donde de nuevo vuelven a mí con nostalgia percepciones del pasado.

En un segundo pasan por mi mente imágenes de la última excursión que hicimos al monte, en familia y con gran armonía. Andoni, el nieto mayor preparó una excursión por los ibones del Pirineo. ¡Qué día más inolvidable!

Hijos y nietos con mochila llena de ilusión a disfrutar de la naturaleza. Una naturaleza que nos envuelve de múltiples sensaciones, que nos transmite sosiego, serenidad y nos llena de paz interior.

Ahí sentados, reponiendo fuerzas nos acordamos de nuestra madre y abuela.

Sus recomendaciones y actitud ante la vida siempre nos acompañan; y como en muchas otras ocasiones, y con solo la mirada ya compartimos la misma reflexión. Tenía razón la yaya cuando decía: NO HACE FALTA TANTO PARA VIVIR.

Sobresaltada me despierto. Han pasado 15 minutos desde que ha sonado la alarma. Me levanto sintiendo cierta nostalgia del pasado, pero contenta del legado que mi madre nos transmitió.

Despedida

Oigo el paso lento de mi madre. Revisa la alcoba una y otra vez. Abre el cajón de la mesilla que está al lado de la ventana. Mira con ternura la ropa que guarda en el cajón y la mete en una bolsa.

Aunque soy una niña de tan solo 7 años, intuyo que algo pasa. Veo a mi madre abatida, mirada triste y hasta descubro unas oscuras ojeras en su rostro que delataban cansancio.

Noto silencio en la estancia; el aire gélido, casi invernal acompaña a los sentimientos que mi madre me transmite.

Al volver la cabeza me mira y descubre que la observo. Me sonríe tímidamente y me abraza. Es un abrazo protector. Con delicadeza y con voz suave y cálida me habla bajito, casi como un susurro y me dice:

—Lourdes, vas a estar en Zaragoza unos días con los tíos. El papá y yo tenemos que ir de viaje una temporada.

Yo me pongo triste, quiero estar arropada y protegida en este abrazo tierno y dulce de mi madre.

—No te preocupes —dice mi madre —. En pocos días estaremos de vuelta. Vosotros los mayores os vais a Zaragoza con tus tíos y los gemelos (la Conchi y el Toño) se quedan aquí en casa de la tía Dolores y el tío Emiliano con las primas —me susurra suavemente al oído.

Mi madre es fuerte, valiente, luchadora. Intenta transmitirme firmeza y fortaleza, aunque en ese instante, la siento vulnerable.

Yo creo que mi padre está enfermo y lo que más deseo en ese momento es que mi padre vuelva fuerte y sano; que todo salga bien.

Quiero volver a tener mi familia junta. Escuchar a mis padres conversar, dialogar, quererse como siempre lo hacían.

Quiero estar con mis hermanos y tener una vida feliz como hasta ahora.

Pero sé que he de esperar y ser fuerte como mi madre para aceptar las adversidades de la vida.

Miro hacia la cocina, esa cocina amplia y luminosa que hacía también las veces de cuarto de estar; ahí están mis abuelas y mis tíos. Hay un  silencio espeso  en la sala. Veo a mi abuela Araceli sentada en el sillón cabizbaja, afligida y suspirando. Suspiros de pena, dolor y sufrimiento.

Es la hora de partir. Unas lágrimas brotan de los ojos de mi madre.

La bolsa ya preparada; mi madre se vuelve y coge del aparador las fotos de sus 4 hijos, su talismán para afrontar mejor el momento tan duro que le toca vivir.

Se acerca a nosotros, nos abraza con fuerza y muy dulcemente nos besa.

Con voz llorosa promete:

—Pronto estaremos juntos.

Es tan grande su fortaleza que me la quiere transmitir a mí, que soy la mayor.

Me quedo apenada y triste, esperando que los días pasen rápido para que mi familia vuelva a estar unida de nuevo

Regreso

Cogida de la mano de mi abuela Araceli, todavía resuenan en mis oídos el traqueteo y el pitido del tren. Era la primera vez que yo hacía un viaje y tanto mi hermano Salvador como yo íbamos con gran expectación.

Como una niña que era, tenía interés ante lo desconocido y llegar hasta una ciudad grande como Zaragoza se presentaba ante mí con mucha curiosidad.

Yo añoraba a mis padres y me preguntaba si mis tíos serían capaces de suplir la ausencia de éstos y llenar de consuelo mi corazón.

Llegamos al piso situado en el centro de Zaragoza y se cumplieron mis expectativas.

Ellos nos incluyeron en su vida como dos hijos más de la familia. Aún me acuerdo cuando nos llevaban a visitar el colegio donde ellos trabajaban; yo soñaba entonces con ser algún día una buena profesora allí.

Todavía rememoro el sabor de la sopa de verduras que mi tía nos preparaba al mediodía, y aunque no nos gustaba mucho, hacíamos el esfuerzo por comérnosla. Recuerdo los paseos por el parque de la mano de  mi abuela Araceli y aquel bollo con chocolatina que nos compraba para merendar.

Aunque el día a día se convirtió en rutina, y ellos nos mostraban todo el afecto que pudieran tener, yo echaba en falta el amor de mis padres y el cariño de mis hermanos. Echaba en falta a mi familia.

Una tarde nos visitó mi tía Mari y yo me agarré a su mano. Quería volver a Ablitas. Pensaba que estar allí me acercaba a mis padres y la posibilidad de estar juntos era mayor.

El tiempo iba pasando y yo intuía que la vuelta de mis padres estaba cada vez más cerca.

Una tarde, mientras jugaba en casa de mi tía Dolores, llegó el gran momento; el instante que yo llevaba esperando desde hacía tres meses.

Mis padres volvían. Los vi llegar. Los dos contentos, risueños a buscar a sus cuatro hijos que tanto habían añorado.

Mi corazón se aceleró y sentí como un torrente de emociones brotaba de mi cuerpo; corrí con todas mis fuerzas. Había esperado  durante mucho tiempo que llegase el momento de cobijarme en sus brazos.

Llamé a mi padre, y me respondió con susurros. Nunca volví a escuchar su voz como yo la recordaba. Durante mucho tiempo albergué la esperanza de que sus palabras sonasen como siempre, aunque no fue así.

Pero no me importaba. Lo importante era que podía escuchar la ternura de sus consejos, podía volver a abrazarle y de nuevo estábamos todos juntos. Así comenzábamos una nueva vida.

Sorteo televisión

Era sábado y ese día no trabajaba.

Me acerqué a la estantería a mover unos libros y de pronto, algo cayó al suelo.

Al cogerlo me di cuenta de que era una fotografía que se había desprendido del álbum familiar.

Sentía cierta curiosidad en ver qué imagen había entre mis manos. Reconozco que algunas fotos me producen cierto bienestar y ésta es una de ellas .Me estremeció al rememorar momentos felices que compartimos en mi familia.

Ahí veo a mi padre vestido con traje oscuro, camisa blanca y corbata azul marino. Tenía un aspecto elegante, estiloso y muy apuesto.

Mi atención se desplazó hacia la mirada de mi padre; radiaba satisfacción, expresaba alegría y parecía que se mostraba afortunado y dichoso en aquel momento.

Saludaba con un apretón de manos a un chico, más joven que él, que le felcitaba también con gesto alegre.

Recuerdo aquel día con mucha nitidez. Yo tenía 14 años.

Como siempre, al llegar de la escuela, la mesa ya estaba preparada para comer todos juntos.

De pronto escuchoé piiiiii, piiiii. Era mi padre que llegaba en ese momento con la furgoneta.

Entró contento, sonriente, feliz de volver del trabajo y ver a su familia.

Durante la comida nos cuenta que ese sábado la empresa invita a los trabajadores a una cena y durante la sobremesa habrá sorteos y regalos para los asistentes, nos dice. ¡Y entre las cosas que se sortean hay un televisor!, exclamó.

En ese momento se inició un gran bullicio en la cocina; todos estábamos animados y albergábamos esperanzas en esa cena y la posibilidad de ganar una televisión nos ilusionaba; la alegría se tornó en algarabía y cierto alboroto.

¡Ay Antonio!, no sé si deberías ir; solo, conduciendo por la noche… ¿y si te pasa algo? —dice mi madre.

—¿Qué me va a pasar Concha?, iré despacio con la furgoneta.

Llegó por fin el sábado. Mi madre le preparó la ropa a mi padre.

—Ponte este pantalón y esta chaqueta gris que vas a estar más majo que nadie —le dijo mi madre.

Y seguro que fue así. Hacía mucho tiempo que yo no veía a mi padre tan arreglado. Estaba guapo, muy guapo.

Ese momento yo lo disfruté mucho. Ver a mis padres con esa ilusión…  que mi padre se fuese a cenar y ver a mi madre empeñada en que fuese el más elegante de todos, era una situación excepcional.

Mi padre… Tan contento y cuando ya se iba recuerdo las palabras que casi a coro todos le dijimos: papá, te va a tocar la televisión. Y así fue.

Yo esa noche dormí inquieta, soñando con el regalo que mi padre podría traer. Lo que más deseaba del mundo es que nuestro deseo fuese realidad. Parece que los sueños se cumplen cuando los anhelas de verdad.

A la mañana siguiente mis padres nos despertaron dando voces de alegría y no nos lo podíamos creer. Todo eran risas, alboroto y fiesta. ¡Teníamos televisión!

Fue una época feliz, porque además de los cuatro hermanos, mis padres y mi abuela, la televisión también fue compartida en muchos momentos con los vecinos.

¡Cómo disfrutábamos viendo el 1,2,3 todos en mi casa como una gran familia!

Por aquel entonces, ni llegaba a imaginar que llegaría la televisión en color o el mando a distancia que con un solo clic eliges canal. Aquella televisión en blanco y negro y con tan solo dos canales, nos hizo felices. 

– Conchi Andrés –

Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.