Mª Carmen, la lechera de Ablitas

Desde la cama oigo el ajetreo de la casa, retazos de conversación de las vecinas que vienen a por la leche. Mi abuelo y mi padre entrando a desayunar después del ordeño de las vacas. Noto el olor de la leche recién cocida y del café de puchero, que es una mezcla de café, achicoria y malta a partes iguales que se guarda en una lata. Las cortinas se mueven. Fuera hace frío. Mi madre ya nos tiene preparado el desayuno con los tazones de café con leche y el cestillo de magdalenas sobre la mesa. La cocina económica despide un agradable calor. Es negra con herrajes y una barra dorada en el frente. Siempre hay alguien apoyado calentando la espalda y todos preferimos las sillas más cercanas a ella. «Quita, que ahora me caliento yo, que acaparas toda la barra», es el comentario habitual entre mi hermano y yo.

Mi madre se prepara para salir a repartir: es la lechera de Ablitas. Es alta, rubia, con muy buen porte. Empuja un remolque de hierro verde con cuatro lecheras. Lleva un delantal con bordados y un gran bolsillo para los cambios que guarda en una cartera de ganchillo que se ha hecho ella misma.

Hoy anda un poco inquieta. Va a subir el precio de la leche y los comentarios a veces hieren. Imagino su voz cristalina – de joven cantó en el coro parroquial – llamando a sus clientas. Puedo verla ruborizada cuando comenta la subida. No todas lo toman a bien. «Te vas a hacer de oro», «Encima del agua que le echas…». Otras comprenden la situación. Hay quien llega a comentarle «Mañana no me llames, a estos precios no puede ser», aunque al día siguiente, al oírla llamar, vuelven a salir.

En torno del remolque y en cada parada sus clientas comentan aspectos y anécdotas de sus vidas. «Mira, jamía, cuando cobro me echo mil pesetas al bolso y luego voy a Tudela y me las encuentro, y ya no me hace duelo comprar», «Me voy a misa. Solo pasaré a comulgar si la Virgen me sonríe», le comenta otra.

Entre ellas se observan y comentan si han ido a la peluquería, han estrenado zapatillas, «este año cobraremos la uva cara» aportan…

En la plaza y desde los bancos, el tío Ángel el Ramallés le dice «Jamía, ¿te ayudo a subir la cuesta Cenarro?». «No, que puedo sola», le responde orgullosa. «Tienes la que más cojones del pueblo», apostilla del hombre.

A veces mide con el cántaro debajo del brazo y llena el litro y lo echa en las perolas. «Échame un cuartillo más, que voy a hacer sopas de leche para entrar en calor». «Chica, échame chorrada, que eres más preta que una colma», le comenta otra.

Para en la puerta de Celina. Ella siempre tarda un poco en bajar. Tiene hijos pequeños y cuida de su padre enfermo, pero siempre tiene un rato de conversación. Su amistad viene de lejos, desde su madre Felipa, con quien siempre compartía confidencias. Los chiquillos siempre la acompañan en el reparto un rato.

Cuando acaba el reparto la faena no termina: tiene que limpiar las lecheras, tarea que acomete cantando su colombiana favorita, y que no dejará de tararear hasta que estén brillantes y listas para el día siguiente.

 Mientras friega las lecheras recuerda cuando cantaba en el coro con la Rosita al órgano, coro que, sin saber música, llegó a dirigir. Qué vergüenza pasó cuando embarazada de mi hermano entró     D. Javier Lorente a presentarse como nuevo párroco de Ablitas y ella con semejante tripón. Entonces los embarazos se ocultaban, no como ahora que se marca el contorno de la tripa sin ningún tipo de censura.

Recuerda que mañana es el cumpleaños de su primo Gregorio y le recitará estos versos: «Felicidades de tu santo, que tu santo es muy bonito, con el corazón y el alma los días te felicito».

Su marido, David, siempre la llama mi rubia. ¡Cuántos años juntos, desde que ella tenía 15! Abliteros los dos. Con qué cariño se miran. Lejos quedan aquellas meriendas en el campo y aquellos bailes en los que se hicieron novios.

Sonríen al recordar aquella tarde que habían venido los gitanos a hacer comedias. Entre malabares y el número de la cabra, se realizó un sorteo. «Que lo llevas tú, David», le decían sus amigos. Y efectivamente allí estaba, el número premiado en el bolsillo de la camisa. Había muchas cosas para elegir: mantas, gabardinas, utensilios de cocina… pero él eligió la máquina de coser.  Y aunque sus hermanas la querían para ellas, les dijo: «Será para mi novia»

Se casaron un 19 de agosto, víspera de San Bernardo. Celebraron su boda con un desayuno en el bar de la tía Irene y una comida que prepararon en el granero nacional. Ella llevó un vestido blanco y largo, que había comprado en Zaragoza.  Antes las novias vestían de negro y fue de las primeras en cambiar de color.

El día de la boda pasó por el Monasterio de Tulebras en un taxi para que su tía Felisa, la abadesa, la viera vestida de novia. La recibieron en la reja donde recibían al obispo, pues eran monjas de clausura y no tenían contacto directo con las visitas.

Las monjas estaban muy alborozadas por la inusual elección del color del vestido y su tía la hizo subir a una mesa para que todas pudieran verla bien.

Al casarse ella no abandonó su casa y siguió viviendo con sus padres, José y Concha, ahora sumando un marido. Sus padres siempre le inculcaron su carácter valiente y decidido.

Su madre, Concha, era una mujer de pocas letras, que de justas sabía firmar, pero no había quien la engañase con el dinero. Muchas veces su madre le recordaba la historia con la que ella y José, su marido. comenzaron su vida en común: después de casarse un 7 de julio de 1936, se marcharon a Pamplona a las fiestas de San Fermín de viaje de novios, ya que a José le encantaban los encierros. El 18 de julio estalló la Guerra Civil española y su marido, aconsejado por un tío cura, marchó a la guerra y se dirigió a Pamplona.

Pasado un tiempo, ya que José tenía a varios hermanos luchando en el frente, Concha llegó a un acuerdo con su suegra y decidieron ir juntas al juzgado, que entonces estaba en la calle Caracoles, a solicitar que dejaran volver a casa a José, pues la familia había aportado a varios hombres al frente. Habían acordado que cuando José volviera ayudaría a la economía de su reciente familia y a la de su madre partiendo el jornal para ambas.

Días después, desde lejos, vio Concha entrar de nuevo al juzgado a su suegra. Aquello le dio mala espina y pensó: «A ver si esta mujer, en vez de reclamar a José, solicita a otro hijo soltero y me la juega». Rápidamente se acercó al juzgado y se puso a escuchar detrás de una ventana y acertó completamente con lo que había pensado: su suegra había ido a anular el trámite de José para solicitar al soltero y así tener a un hijo que la ayudara solo a ella.

Aun siendo tiempos de guerra, ella, decidida, se marchó a Pamplona a hablar con D. José María Iribarren, que era el secretario del general Mola, al que ella toda su vida se refirió como su amo, pues había servido en su casa trabajando como doncella.

D. José María, al verla, le dice: «¿Qué pasa, Concha? ¿Qué te trae por aquí?». Ella le refirió la historia con gran disgusto y él, echándole la mano al hombro y con una sonrisa, le contestó: «Anda, tontica, por eso no te disgustes. No te preocupes. Yo voy a cursar ahora mismo la primera solicitud, en la que se reclama a José, y ya cuando llegué la otra no tendrá validez, pues ya estará aprobada esta».

Así lo hizo y José fue liberado de su obligación en el frente, pudiendo volver a su casa con su mujer.

Al día siguiente de haber regresado se presentó una pareja de la Guardia Civil con intención de detenerlo «por desertor». José les enseñó la cartilla con su autorización totalmente reglamentaria. El guardia le dijo: «Hemos venido porque has sido denunciado por un familiar por desertor, pero ya veo que es un error. Si te vuelven a llamar, presenta esta cartilla».

Años después de esta historia, cuando mi madre tenía 6 años, es cuando se decidieron mis abuelos incorporar a la economía familiar las primeras vacas para poder salir adelante. No fue un camino fácil, pues vivieron un tiempo de estraperlo y de requisamiento.

Una vez, su padre, mi abuelo, bajó a comprar trigo para el ganado con el tío Teodoro con el carro y la mula baya. Eran tiempos en que no había libre compra-venta. Al llegar al puente del canal vieron a la Guardia Civil y se dijeron: «Ahí viene el Parra. Nos lo va a requisar».  El Parra era un Guardia Civil que llevaba fama de estricto. Mi abuelo, muy aguerrido, le comenta al otro: «No te apures, Teodoro. Déjalo que llegue. Que yo lo echo al canal y aquí no ha pasado nada». «Que no, José, que te vas a arruinar la vida. Déjalo. Algo le darás de comer a las vacas. Nos ha pillado y vale». En eso llega el guardia y grita «Alto a la Guardia Civil. ¿Qué llevan ahí?». «Trigo para mi ganado», le contesta su padre. «Pues den media vuelta y a Cortes al cuartel. Se lo voy a requisar». Llegados al cuartel, además del requisamiento, les hizo descargarlo y, por supuesto, les puso una gran multa: seis mil pesetas de las de entonces, para escarmentar. ¡Qué tristeza había en la casa! Aunque tuvieron dinero suficiente para pagar la multa, se quedaron sin comida para el ganado. El sistema les obligaba a bajar la cabeza y salir adelante como pudieran.

Días después, su padre fue a cortarse el pelo a casa de Saturnino Escribano. «Te veo triste, José. ¿Qué te pasa?». «Me han requisado el trigo y me han echado una multa tremenda. Y encima no tengo comida para el ganado». «¿Dónde lo tienes?». «Lo deposité en Cortes, en el cuartel». «¿Has pagado la multa?». «Sí, claro», le contestó. «Pues mañana tú y yo nos vamos a Pamplona, que tengo amistad con el gobernador e igual recuperas el grano». Allá que fueron y, efectivamente, el gobernador los recibió y le preguntó si el grano era para su ganado. «Sí, para el ganado. No era para volverlo a vender». «Vaya con este papel a ese cuartel y que le den el grano y hasta los sacos».

Allá que volvió a bajar con el tío Teodoro a Cortes. Y, cuando le dieron el papel al guardia, su padre le dijo: «Me sobraba la razón». A lo que el guardia le contesta: «No, señor, no le sobraba la razón. Le han sobrado las influencias». Aun así quedaron tocados por el pago de la multa y, aun con dificultad, salieron adelante.

Mi abuelo afrontó el conflicto con la Guardia Civil y tuvo que luchar en Pamplona por lo que creía justo, pero entre las paredes de la casa, mi madre y mi abuela sufrieron las consecuencias de aquel requisamiento y aquella multa que tanto daño le hizo a la economía familiar y a sus esperanzas de prosperar.

Sin embargo, lo consiguieron. Puede que jamás se imaginasen que este negocio lechero, que iniciaron con unas pocas vacas, sería el blasón de nuestra familia desde entonces: los lecheros de Ablitas.

Hoy hace frío y aire. Enciendo la calefacción del coche y cuando llego al Portal veo salir el humo por la chimenea de la casa de mi infancia. En la puerta está la furgoneta de mi hermano, que ha venido de la granja. Dentro, mi madre, que sigue rubia, un poco más encogida pero todavía con muy buen porte, ha preparado la cafetera y tiene la leche caliente en la cocina económica que insistió en colocar de nuevo cuando reformó la cocina.

«Quita, que me pongo yo, que acaparas toda la barra, como siempre», comentamos entre mi hermano y yo.

Mi madre prepara las tostadas con aceite y los tres desayunamos al calor de la cocinilla. «Me voy al campo (o a los almendros)», comenta mi hermano. Yo me voy a trabajar cuidando de una pareja dependiente. Mi madre se queda ahora tranquila en casa. Ya no tenemos vacas de leche y se dedica a cuidarnos a todos. Nos espera al calor de su cocinilla y piensa: «Nadie de estos ha sacado mi voz», mientras entona su colombiana.

En mi juventud primera,
en mi juventud primera,
yo quise a una colombiana.

Una chiquilla hechicera
con labios de nieve y grana
que algún día yo la viera
asomada a su ventana.

Cuando te miro a ti, nena,
cuando te miro a ti, nena,
tus ojitos claros.
¡Ay, mi hermosa, colombiana!
Que yo te quiero besar,
Que yo te quiero besar ahí en la cara.

Que oye mi voz,
que oye mi voz, colombiana.

Historia de mi madre, Mª Carmen Villafranca.

– Conchita Enériz Villafranca –

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