Vine al mundo el 5 de octubre de 1970 y en cuanto mi madre y yo abandonamos el hospital, desde ese mismo día, viví con mis abuelos. Mi madre era madre soltera y esa circunstancia, ahora y entonces todavía más, trajo unos sacrificios enormes a la familia. La decisión no estuvo exenta de conflicto, pero mi abuela lo tenía claro: la chiquilla se criaba sí o sí en casa de Miguel y Ana Mª.
Mi abuela, por aquel entonces, trabajaba en una fábrica de conservas y durante las campañas del espárrago y el pimiento, los domingos no eran el día del señor, sino uno más de la semana en el que la jornada era igual de larga. Mi abuela era estricta, perfeccionista y un poco renegona pero sus compañeras de trabajo disfrutaban con su buen humor y las jotas que les cantaba en cualquier momento para animar las horas y horas entre calderas, cadenas de trabajo y latas.
Pero al nacer yo, dejó la fábrica para cuidarme a mí primero y a mi hermano después. Mi madre la sustituyó en el trabajo para aportar un jornal que era más que necesario para nuestra crianza. Este fue el reparto laboral que estableció mi abuela porque no había otra solución.
Ahora me río, pero recuerdo que cuando era pequeña, e incluso adolescente, pensaba que mi abuela estaba obsesionada con la limpieza. La cama hecha pero no a la francesa, nos gritaba antes de ir al colegio. No a la francesa significaba retirar y airear las sábanas, colocarlas milimétricamente proporcionadas, al igual que la almohada y, por supuesto, que la colcha no arrastrara por ningún sitio. Había que hacer un master para hacer la cama como ella quería. Un master que nunca aprobábamos ni mi hermano ni yo y nos desesperaba comprobar al volver del instituto que nuestra labor había sido en vano antes de irnos, pues mi abuela había vuelto a hacer nuestras camas a su gusto por mucho que nos hubiéramos esforzado. Las camas hechas, pero no a la francesa, no vayan a traer a tu abuelo muerto, volvía a repetirnos. Y yo, a pesar de las prisas en esos momentos de ajetreo antes de salir por la puerta, no dejaba de pensar que no tenía ningún sentido que en caso de que fueran a traer a mi abuelo muerto fueran a subir a las habitaciones, ¿a qué?, ¿qué podía pasar realmente si traían a mi abuelo y las camas estaban mal hechas? Cualquiera pensaría al escuchar a mi abuela que mi abuelo era detonador de minas o estaba en el frente; pero no, mi abuelo era chofer de un autobús de línea y volvía sano y salvo a casa a las 8 de la tarde cada día. Y cuando llegaba y, por supuesto, ni siquiera él subía a comprobar si las camas estaban bien hechas. Para esa hora, mi abuela y nosotros teníamos todo listo, los deberes terminados, la cena preparada, todo recogido para poder disfrutar del mejor momento del día con una partida de chinchón, de los seises o simplemente una conversación acerca de cómo había ido el día.
Los domingos eran especiales. Mi abuelo no trabajaba y los pasábamos todos juntos, con mi madre incluida. Cuando comenzaba el verano íbamos al campo. Mi abuelo era un ranchero estupendo y nos hacía unos calderetes de chuparse los dedos. De postre, una pieza de fruta. Algunos domingos los aprovechábamos para lavar las mantas y la lana de los colchones en la única acequia de cemento que había en Sotojuela. Mi abuelo ataba una cuerda a dos árboles para colgar el ajuar y allí nos pasábamos todo el día hasta que se secaban.
Los domingos también eran sinónimo de barca y de baños en las piscinas que se llenaban con agua del Ebro. Cuando nos cansábamos de agua, jugábamos al escondite entre los matorrales. En la sobremesa los hombres se concentraban en la partida de mus y las mujeres y los niños nos acercábamos hasta la cascajera a tirar piedras al río y competir por quién hacía más “sopas” Los domingos de invierno eran otra cosa. Había que ir a Lodosa a visitar a mi bisabuela Petra. Petra Martínez, viuda, a quien Gonzalo, su marido, dejó sola huyendo a Francia durante la Guerra Civil. Volvía de vez en cuando de extranjis y cada vez que lo hacía la dejaba embarazada. Cinco hijos tuvieron, bueno, tuvo mi bisabuela. El mayor era mi abuelo y como no había pan para tanta boca, Petra lo mandó con 16 años a casa de un tío suyo a Tolosa para aprender el oficio de chofer.
Cuando nació mi madre en 1950, mis abuelos y ella fueron a visitar a Gonzalo, mi bisabuelo huido a Dax (Francia). Allí vivía con otra mujer. Jamás volvió a España. Nunca se habló mal de mi bisabuelo en mi casa ni se dejó de ir a visitar a mi bisabuela cada domingo.
Mis abuelos se compenetraban perfectamente a pesar de que ella tenía genio y él era una malva. Mi abuelo trabajaba muchas horas y ella era la que gestionaba. Todo se consensuaba y planificaba entre los dos en base a lo que se podía hacer y lo que no. Se tenían adoración mutua. Salían a bailar, al cine, nunca el uno sin el otro. Mi abuelo no era de bares y la única licencia que se permitía era la partida de mus en el “Bayona” los días de fiesta. Siempre con café. No bebía alcohol.
Estudianta, chatilla, la llamaba él cariñosamente (la familia de mi abuela tenía ese mote en Lodosa, “Los estudiantes”). La verdad es que precisamente de chata mi abuela no tenía nada, su nariz puntiaguda era parte de su personalidad. Ella a su vez le contestaba campo…, soso… (haciendo una broma, pues Campo era el apellido de mi abuelo).
Una vez que Miguel se jubiló y dejó aparcado definitivamente el autobús que le había acompañado toda su vida, mi abuelo cogió las riendas de la cocina y nos hacía comidas deliciosas: pollo con almendras, conejo con pimientos, caracoles, ternera guisada.
Pero mi abuela comenzó a repetir incansablemente las cosas y a olvidarse de lo importante. A Miguel le costó asumir que Ana M.ª estaba enferma y que no tenía retorno. La memoria no iba a volver y al principio intentaba normalizar las ocurrencias que tenía su mujer. Ponían la televisión y bailaban hasta la música del telediario. Cuando veían a Arguiñano cocinar mi abuela le reñía porque iba a llenarles el salón de grasa. Si está en Zarautz Ana M.ª, ¿cómo va a manchar nada? – le replicaba mi abuelo.
La enfermedad siguió desgraciadamente su curso y llegó el momento en el que Miguel no podía ocuparse de Ana M.ª como él quería. Todos los hijos y nietos pensábamos que el abuelo tenía que tener calidad de vida y no podía dedicarse en cuerpo y alma a mi abuela todas las horas del día. Queríamos que no estuviera tan atado y la residencia nos pareció la mejor opción. Pero para mi abuelo, mi abuela era su vida y separarse de ella fue la gota que colmó el vaso.
A diario cogía la Estellesa para ir a la residencia donde estaba su mujer. Pasaba el día con ella y a las 20.00 horas volvía a Azagra con mi tío, que también trabajaba en La Estellesa ¿Dónde vas Miguel?, ¿no quieres quedarte conmigo? – le preguntaba ella. Se le caía el mundo encima en ese trayecto de vuelta y no dejaba de llorar en todo el camino. De nuevo volvía a pasar la mitad de la jornada en un autobús, pero esta vez como pasajero.
Hubo que tomar otra decisión porque nadie soportaba ver a mi abuelo tan triste y nos dimos cuenta de que la residencia no había sido una buena opción. Contratamos a una persona para que los atendieran y trajimos de vuelta a mi abuela y con ella la alegría volvió a la casa. La hora de la siesta volvió a ser una fiesta en la que mi abuelo le cantaba coplas como María de la O y jotas, había una preciosa: Échame niña bonita lágrimas a mi pañuelo, las llevaré a Pamplona para que las engarce un joyero. ¡Con qué cariño le daba la merienda y le contestaba una y otra vez a las mismas preguntas con una paciencia infinita!
Dentro de la oscuridad del olvido, la abuela encontró sus recuerdos de infancia en los que había sido tan feliz. Cada día iba a llevarle la comida al campo a su padre, cantaba canciones infantiles y de postguerra con la música prestada de otras canciones populares: La virgen del Pilar dice que no quiere monarquías, que quiere hombres valientes como Galán García. También gritaba en cualquier momento: ¡viva Lodosa y las lodosanas! Echando la vista atrás pienso que sus últimos días pasaron igual de felices que los primeros jugando con sus padres y hermanos.
Mi abuela siempre nombraba a los adultos con un Señor o Señora delante. La Sra. Leo, el Sr. Pedro y la Sra. Manuela, la Sra. Mari, la catalana… Todas las personas que poblaban su mundo merecían esta distinción. Es decir, sus vecinos y vecinas. Los niños no tenían ese honor. A nosotros nos tuteaba. Pero ojo, nosotros sí que teníamos la obligación de añadir el Sr. o Sra. y tratar de usted cuando hablábamos con o de una persona mayor. Cortesía que sigo manteniendo a día de hoy.
Siempre me sentí muy orgullosa de ser nieta de mi abuela, pero ese día más. Después de tantos años ausente de un presente que no reconocía porque habitaba la mayoría del tiempo en un pasado lleno de canciones de su infancia lodosana, Ana M.ª murió. Era un día gris y frío de enero. Habían pasado muchas personas por el tanatorio para expresar sus condolencias. En los pueblos, los funerales son de estado y de obligada presencia. Lo de decir adiós al difunto o la difunta y acompañar a la familia nos lo tomamos muy en serio porque nos sale del corazón. Porque las probabilidades de que a lo largo de tu vida hayas compartido momentos queridos con esa persona que se va son muchos. Porque en los pueblos las calles son sus casas, sus adoquines y sus gentes mezclados en un ADN de difícil disolución. Por eso, cuando alguien muere, algo de tu propia vida se va con esa vecina o vecino. Mi abuela era vecina de Azagra, a pesar de haber venido de Lodosa. Eso es lo que comprobé el día de su funeral. Pensé que, como ancestralmente no somos de aquí, su entierro sería de segunda y no de primera. Así que cuando entré en la iglesia me dieron ganas de aplaudir. No cabía un alfiler. Allí estaban esperando su entrada señores y señoras vecinos y vecinas con los que compartíamos cada paso de estación; pero, sobre todo, interminables noches a la fresca en verano en la puerta de la calle. Frescas que deberían convertirse en patrimonio de la humanidad. También estaban todas sus compañeras de trabajo. Y gentes de Lodosa, su Lodosa, el pueblo de su niñez, ese que marca tu vida como si fuera un apellido. Pueblo al que volvió cuando su memoria dejó de estar en el presente. Lodosa volvió a su mente y a nuestro tiempo compartido con ella en forma de las joticas que nos cantaba y esos vítores que gritaba a cualquier hora: “Viva Lodosa y las lodosanas”.
¡Viva mi abuela!





