Las Tomasicas

El cable enroscado del teléfono modelo góndola rojo, era como el lazo de la soledad que hacía camino lleno de nudos de palabras no dichas. El silencio no iba a ser la excusa para perder el derecho a pertenecer a las Tomasicas. Apodo que reciben de mi abuelo Tomás como si fuese el apellido del DNI.

Puede que sea el día de San Prudencio, tal día como hoy que escribo este relato y que coincide con el cumpleaños de mi madre y las fiestas patronales, como si un capricho del destino hiciese que el 28 de abril comenzasen muchas historias. Una de ellas la de mi madre y sus hermanas, la fecha de retrato de una fotografía y la de mi memoria que se llena de recuerdos, que a pesar del tiempo huelen a las tostadas de aceite con sal, recién hechas en la cocina de leña de la casa de mi abuela Rosa.

He cargado las baterías de muchos móviles desde esos momentos, y en el watsapp del grupo de primas aparece una fotografía, donde están mi abuela y cuatro de sus hijas. No era usual retratar la pobreza y dejarla como recordatorio de algo que estaba presente en la cara de cansancio y en las ojeras de mi abuela. Por eso sé, que esta fotografía está tomada en un día excepcional porque mi familia era de origen humilde, por decirlo de una manera que no se me encoja el estómago y me cueste respirar.

Una mujer alta, fuerte, con moño blanco recogido a la altura de la nuca. Vestida de bata abotonada por delante y un delantal negro que rodeaba su cintura ensanchada por el sufrimiento de los nueve partos de los cuales siete siguieron adelante, seis chicas y un varón.

La hija mayor, Isabel, era la que se encargaba de facilitar la vida a mi abuela y de coser los vestidos blancos a mi madre y mis tías. Cuando las hermanas se separaron, mi tía Isabel se convirtió en un corresponsal de guerra para mi madre, y le trasmitía los partes de muertes, nacimientos, bodas y de más acontecimientos familiares.

No tengo hablado con mi madre por qué mis abuelos decidieron dejar Albelda de Iregua en la provincia de La Rioja. Dos de mis tías llevaban unos años en esa aventura en la ciudad armera de Éibar en Gipuzkoa. Tal vez por inercia o por creer en la posibilidad de un futuro mejor, mi madre se despegó de las faldas de mi abuela y se fue también para allá.

En Éibar, mi madre encontró trabajo como dependienta en Galerías Preciados y fueron tres años que siempre recordó con mucho cariño. Me contaba una anécdota sobre un incidente que tuvo en el almacén de la tienda donde, por accidente, se le cayó un extintor y vio como la espuma se expandía entre las ropas. Todo un susto para su timidez. No la despidieron en ese momento, pero tuvo que dejar su puesto de trabajo cuando se casó por política de empresa. Hoy en día esto es improcedente, pero así eran las cosas en los años 60.

El consuelo de estar con dos tomasicas fue temporal porque sus dos hermanas regresaron a la tierra que las vio nacer y dejaron a mi madre soñando con ser la siguiente en regresar al calor del brasero de la casa familiar.

La Pili, la Tori, la Tere, la Dori y Ramitos, porque en mi familia los nombres empiezan por la, hacían una melodía de Jazz que llenaba la casa de mis abuelos de sonidos de reencuentros cuando volvíamos en verano, vacaciones y Navidad. Mis primos y yo disfrutábamos en la plazuela de una infancia impregnada de momentos especiales que alimentaban mis sentimientos de pertenencia, como cuando me tomaba un helado de cucurucho. Mi madre me solía recitar:

“Yoli es muy guapa, mamá la quiere mucho y la va a llevar a Logroño a comprar cucuruchos”.

Mi madre se quería quedar en su pueblo para siempre. Cada vez que se despedía, los 150 km que separaban los dos mundos se convertían en un viaje desgarrador porque nunca sabía si esa sería la última vez que vería a sus padres. Ya se encargó de tatuarme en mi mente que el día que se muriese quería ser enterrada con su madre. Este retorno siempre se veía cubierto de sombras por la soledad de emigrante en un valle húmedo, oscuro y frío; sombras que impedían que mi madre viera con claridad los recuerdos de su otra tierra que solo se le hicieron nítidos en los últimos años de su vida.

La memoria de mi madre era un calendario repetido y nunca dejaba de felicitar y felicitar los cumpleaños de sus hermanas, sobrinos… Sin ella darse cuenta contaba los años que iban pasando lejos de sus cerezos, avellanas, nata de leche recién ordeñada de mi tío abuelo Pablo, de los chorizos de la matanza y de su Virgen de Bueyo.

Recuerdo como le brillaban los ojos a mi madre cuando nos contó a mi hermano y a mí que iban a comprar un piso en su pueblo. Fue como comunicarnos el final de la guerra. Más bien era una lucha interna que tenía ella entre afincarse y querer a su nueva tierra (donde formó su propia familia) pero sin traicionar a sus antepasados.

Nos queda un pedazo de tierra heredada de mi abuelo Tomás para hacer el chalet con el que soñaba mi padre. Un día descubrí los planos en un maletín como si fuese información confidencial. Sueños de prosperidad de mis padres que espero no llevar a cabo como una obligación de hija. En su lugar, hace unos años planté un olivo para que el recuerdo de mi madre dure tanto como la vejez del árbol centenario.

La vida, como las piezas de un puzle que encaja momentos y tiempos, hizo que las protagonistas de la foto volvieran a juntarse. Mi madre tuvo la oportunidad de irse de este mundo rodeada de las Tomasicas. Cuarenta días en coma necesitó para solo escuchar a su familia. Cada vez que mis primas o mis tías le agarraban de la mano se producía un movimiento en sus ojos que aseguraba que volvería hablar con ellas.

En la esquela llenaban dos líneas los familiares, hoy en día tendrían para crean un grupo de wasap.
Para mi madre calmar su nostalgia de la falta de voces entrañables tuvo un precio, 50.000 pesetas que atestigua una factura de teléfono que permaneció pegada en el mueble oscuro del salón de mi casa mucho tiempo.

– Yolanda –

Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.