En el año 2021, 32.401 mujeres fueron víctimas de violencia de género. divorcios. Estos son los datos de un país democrático, en libertad y del primer mundo.
¡Cuánta tristeza y sufrimiento producto de la agresividad!, a veces directamente y en otras ocasiones camuflada.
Me cuesta poner nombre al horror: insultos, empujones, golpes, bofetones, moratones, sangre, control, miedo, soledad, desprecio, tensión…
Cómo si fuera una herencia que sale a la luz con los años vivo el reencuentro con este tema tabú. Hace 90 años, hace 60 años, cuando mis abuelas y mi madre eran jóvenes no había sustancias químicas de sumisión, pero sí una creencia bien instalada en el cerebro y en el corazón de que no valían, que no sabían qué hacer y ni cómo salir de un escenario de dolor. En ocasiones, ni siquiera les quedaba fuerzas para hacerlo. Las palabras de mi madre ahora toman sentido y fuerza cuando me decía:
- Hija no dejes de trabajar – como si fuese un recurso de independencia y libertad.
Ella tuvo que dejar su oficio de dependienta en Galerías Preciados al casarse porque era política de empresa.
Mentiras que se habían creído y hervían en el odio dentro de sus entrañas por construir su identidad con el disfraz de crear una familia para cuidarla. No conocían alternativa y repetía lo que habían hecho sus antecesoras, aguantar. Tal vez sus sueños hubiesen sido irse de casa. Tal vez salir de un armario donde la ropa estaba hecha girones y ni abrigaba ni adornaba. Eran presas de una cultura, una ética y una sociedad.
En los tiempos de guerra y postguerra, la tristeza, la soledad, el miedo eran sus compañeros y según pasaban las lunas iban creciendo hasta no saber si tenían derecho a otros estatus emocionales.
El buen trato se centraba en pasar desapercibidas, en no brillar. A veces fantaseo con que detrás de la historia no conocida de mi abuela hay algo increíble que contar. Y la verdadera autenticidad era la fuerza de su silencio, que ha llegado hasta mí como si de una carrera de relevos se tratase y al escribir esto, como si cogiese el testigo de lo que no se dijo en su día.
Soy nieta, e hija de personas que crecieron con un chirimiri cultural y ambiental de oscuridad y pobreza, que hicieron lo que pudieron, escondiéndose en la trinchera de una cadena de no cariño de sus antepasados que justificaba el no saber querer.
Los recuerdos de mi abuela se abortan en mi mente como cuando busco una fotografía en un álbum y no la encuentro. Así fue su vida. Esperando ser vivida a la sombra de un hombre malo que vivía con los códigos de machismo y misoginia. Era cazador y su familia colgaba de su cinturón como sus presas, sin moverse, sin respirar, muertos ante su presencia o su fantasma.
Niña, ayuda a tu tía en la cocina. Todas las mujeres que están en el bar son unas putas. ¿Este qué es tu amo? Estos son tres ejemplos de acercamiento de mi abuelo hacia mi persona. Aún puedo sentir el esfuerzo de contener las náuseas, posiblemente muy conocidas por mi abuela.
Me recuerdo rebelde, borde, sorprendida, indignada ante las exhibiciones desagradables de mi abuelo. En una ocasión me tuve que quedar durmiendo en la calle por no respetar sus horarios. Debía de ser un clásico ya que más tarde me enteré que le había hecho lo mismo antes a una tía mía. Tiene mala leche, era la frase que lo liberaba de toda falta.
Hoy es 8 de mayo, el cumpleaños de mi abuela Sofía, celebramos sus 110 años y la casualidad me hace coger el bolígrafo que no para de escribir su historia para hacerle un regalo de inmortalidad con este relato.
Nació y vivió casi toda su vida en un pueblo de la Manchuela Conquense salvo unos años, que después de colocar a sus cuatro hijos en caminos del progreso fuera del pueblo, estuvo trabajando en una portería de Madrid.
De pequeña tenía una imagen de mis abuelos llena de ingenuidad. Eran los abuelos “ricos” que venían a mi comunión en avión acompañados de mi tía y que me regalaron mi primer reloj que todavía conservo.
A mi abuela la conocí cuando ya era adulta. Sofía había pasado las hojas del calendario demasiado deprisa, con una guerra y post guerra que le recordaban que el lado de los perdedores estaba salpicado de miseria y pobreza. Mis vecinas mayores me cuentan de aquella época que llevaba el pan a cocer a la tahona, que hacía gachas y que tenía una cabra y animales para alimentar a sus cuatro hijos. También que con el olor de azafrán llegaban unas perrillas para que los Reyes Magos trajesen unas naranjas a mi padre y mis tíos.
Hace poco descubrí una bolsa de azafrán escondida en un armario. Sentí que era un tesoro. Por un lado, por el valor a precio de oro que se les supone a estos pistilos de flor morada que están mondados uno a uno a mano, y por el otro, porque seguramente eran pequeños hurtos a la economía familiar que hacía mi abuela para darse algún capricho, comprar alguna colonia o telas… era muy coqueta. Lo haría a escondidas del control económico que ejercía mi abuelo.
La sonrisa de mi abuela resonaba en momentos serios. Mis vecinas me cuentan que en un entierro mi abuela fomentó situaciones de risa de los que no se pueden contener. Momentos en los que Sofía se permitía mostrar su lado divertido.
Recuerdo que, en una ocasión, debía de ser para mi comunión, estábamos en la cocina de mi casa y ella me preparaba el desayuno, leche con cola cao. Al probarlo me supo mal y le dije:
- Abuela esto no sabe bien.
Lo probó y se empezó a reírse. Había echado sal a la leche en vez de azúcar. Me hizo entender que no pasaba nada y que se volvía hacer y ya está. Enseguida reímos juntas.
Medía escasos 1,50 centímetros, delgada o tal vez consumida. Su pelo blanco resaltaba con un sutil color morado. La veía ponerse los rulos para sacarse el volumen de unos rizos en los que anidaban sueños de libertad.
Lo que queda en los corazones de las personas que la conocieron es lo cariñosa que era. Se sentaba al atardecer de las calurosas jornadas en una acera muy alta, a ella no le llegaban los pies al suelo. A la sombra de los grandes árboles miraba pasar a los vecinos. Cuando llegaba el turno de sobrinos, familiares y amigos les pedía besos:
- Ven para aquí guacha y dame besos que son gratis.
Y se llenaba de sonoras muestras de cariño que aprovecha para dar y recibir.
Con gafas de culo de botella, aprendió a no mirar fuera para protegerse de la soledad y poder crear un mundo paralelo donde se adentraba para rescatar anhelos de felicidad.
Vestía con un babi de florecitas o una falda oscura que hacía contraste con su blusa clara. Era una experta en imagen y marketing. Me vendía la limpieza como reclamo para prestar atención a su fachada, impidiendo que viera en su interior la tristeza que no se acortaba cuando pasó de ser una invitada a una ocupa. En los últimos veranos que pasé con ella, llevaba unas bragas limpias en el bolsillo de su bata. Las bragas eran una muestra de dignidad que salía a la luz como un nuevo retallo a una planta y me decía que no iban a decir que era una marrana.
Su dentadura descansaba por las noches en un vaso de plástico azul en la repisa del lavabo del baño, haciendo un alto el fuego a la rabia contenida que destrozó sus dientes originales. Un baño que solo servía de mausoleo porque no había agua corriente. Sacábamos agua del pozo para fregar y lavarnos. Íbamos a la fuente de la plaza con los botijos de cerámica de diferentes tamaños en función de la edad de los porteadores. Acompañaba a mi madre, tía y abuela al lavadero con la losa de madera y el jabón de lagarto natural, frotando con fuerza para quitar la deshonra que se compartía en silencio con muchas de las mujeres que allí se reunían. Un espacio exclusivamente femenino donde se podían tomar un respiro y charlas como si la vida se les fuese en las novedades del pueblo.
Las manos de mi abuela se expresaban con lenguaje de signos y han esperado a mi madurez para ser interpretadas. Recuerdo como llegaban postales de motivos de flores para mi cumpleaños porque en algún momento consideraron oportuno enviar a mi padre a 600 km en los años 50 para estudiar y que se creara un futuro. La firma de mi abuela fue su mayor logro académico, me encantaba ver las letras separadas que formaban el nombre de una mujer sabia.
Pasaba los veranos y Navidades con ella. Mi cumpleaños es el 22 de diciembre y con el sonido del sorteo de Navidad nos íbamos en el Renault 8 azul hasta Madrid donde mi familia paterna nos esperaba. Me gustaba ver el brillo en sus ojos pequeños al cantarme el cumpleaños feliz. Hay una foto donde Sofía me mostraba su ternura con una mirada de complicidad y esperanza.
Me enseñó el amor por las plantas y me recitaba unos versos que todas las primaveras acuden a mis labios en su honor:
- Las florecillas del campo las cogía con alegría y mi mama me hizo un ramo para ti Virgen María, aunque soy tan pequeñita y tengo tan poquita voz, aún tengo para decir vida la madre de Dios. Y el que no diga viva que se le seque la barriga.
En verano, podía ver crecer su jardín botánico en su callejón, como el olor a geranios, claveles, rosa y lilas la dejaba en un estado de embriaguez suficiente para soportar sin duelo la mirada crítica y juzgadora de la matriarca del lado oscuro, su suegra.
Sofía iba rejuveneciendo con los años y la recuerdo bañándose conmigo en el pantano cuando yo tendría 5 años. Me llamaba la atención que se pusiese bañador y mantuviera las gafas dentro del agua.
Le gustaba estar rodeada de sus nietos /as e hijos/as. En verano su habitación olía a jamón. En el techo había unos ganchos donde cinco jamones estaban colgados secándose en espera de ser repartidos a cada uno de sus futuros propietarios. Era el momento de partida donde mi abuela nos los pasaba a cada familia como un trofeo. Hacía la matanza ella misma.
Sus manos eran expertas en técnicas del ganchillo. Cogía la aguja para realizar creaciones que regalaba a hijas, nueras y nietas. Sin darse cuenta fue tejiendo una manta de amistades y familia en las que se cobijaba para recibir calor.
Ella me enseñó a hacer ganchillo y hacíamos tapetes con piezas que uníamos y la base de los círculos eran los tapones de botellas de vino que recortábamos para hacer un círculo. Tejíamos a su alrededor contando los puntos como mantras relajantes.
En mi adolescencia me sentaba en el sofá de la cocinilla, le ponía mis largas piernas morenas encima de las suyas para que me hiciera un raspadito. Cuando terminaba tiraba de mi minifalda, queriéndola estirar para hacerla más larga, en un gesto de cuidado para no despertar al monstruo, a la vez que me sonreía con complicidad y me animaba a vivir mi femineidad libremente.
Todavía sonrío y me estremezco al sentir su contacto como una caricia que se ha quedado tatuado en mi alma. Un bálsamo de paz que hoy en día mi hija me exige antes de acostase: – mamá hazme un rascadito- como parte de una herencia familiar.
Mi abuela era una biblioteca de cuentos infantiles que nos los echaba, porque ella no los contaba, con toda su paciencia a sus nietos y transformó nuestro amor en su oasis.
Sofía, organizó sus emociones para que sus penas estuviesen ocultas ante mis ojos, pero en un rincón de su corazón estaban la impotencia, el odio, el asco, igual que colocó la silla de mimbre con un agujero al fondo del corral para hacer las necesidades. Su mayor gesto de agresividad se lo permitía expresar con sus manos, cuando sobre un clavo en una pared blanca colgaba los conejos para darles una colleja mortal convirtiéndolo en su ritual de tabú.
Una de esas tardes en las que esperábamos a que pasase la hora de la siesta, mi abuela me pidió que le ayudase con una madeja de lana para hacer un ovillo. Yo sujetaba entre mis manos la parte ancha y ella hacía el ovillo. En ese baile fuimos desmontando su vieja historia y montando una nueva.
- Abuela, ¿tú has sido feliz?
- Qué cosas tienes hija, que felicidad ni que chorras. Esas cosas son de ahora, son modernas. En mis tiempos bastante teníamos con llenar el estómago y buscar comida donde no había. Hasta comíamos collejas, sabes, esas hierbas que nacen en las olivas. No sabes qué mala es el hambre.
- Pero de pequeña, ¿cómo te imaginabas que iba a ser tu vida?
- Pues me hubiese gustado aprender a leer y escribir. Tal vez haberme ido de interna alguna casa de Madrid y poder ir a la verbena de la Paloma a bailar, conocer algún mozo guapo y cariñoso. Pasear por el parque del Retiro y oler las flores del Jardín botánico. Para después venir a la Feria de su brazo y con las perrillas que ganase haberle hecho un mantón bien vistoso a la Virgen de la Estrella. En el día de la Virgen haberle escrito unos versos para podérselos haber recitado delante de todo el pueblo. Eso es lo que soñaba cuando estaba en el arroyo lavando la ropa.
- Abuela entonces con el abuelo, ¿te casaste enamorada?
- Esos son cosas de las películas, me casé porque es lo que tocaba. Si hubiese nacido en estos tiempos…
- ¿Qué hubiese hecho?
- Ser independiente y elegir con quién estar.
- En la república existía el divorcio, ¿porque no lo hiciste? No serías la primera.
- Aquí en el pueblo sí y a mí no me gusta llamar la atención y ni dar que hablar. Tú lo ves fácil, ¿pero sabes?, no tenía muchas elecciones, o eso creía. Si el valor me hubiese acompañado podría haber dicho que no. No haberme casado.
- Tengo entendido que cuando estuviste viviendo en la portería de Madrid, eras tú la que llevaba casi toda la faena. Así que podrías a ver sido independiente.
- Entonces no lo teníamos tan fácil las mujeres. Ahora sí que lo mandaba con su madre y me quedaría viviendo en la portería y con mis perrillas haciendo lo que me dé la gana sin dar explicaciones. Me compraría esas colonias que anuncian en la tele, esos vestidos e igual me animaría a conducir, eso me gusta que hagas hija, que vayas donde quieras. Igual hasta me ponía a fumar (se reía).
- ¿Y de sexo? (se estaba acabando la madeja)
- Muchacha! De eso no se habla.
- Venga, no te enfades, cuéntame.
- Qué quieres que te cuente chorra. Pues para tener los hijos que Dios me ha dado y para que el hombre se desahogue.
- ¿Entonces de gustito? Sabes, mi madre le llama la Gloria Divina.
- Pero que guacha más marrana y descarada…- Se apresuró a terminar el ovillo.
- Abuela me ha encantado charlar contigo. -Y le di un beso en la mejilla.
Ese verano las clases en la universidad las empezaba en octubre y me quedé hasta la Feria. El 16 de septiembre, el día grande de las fiestas, mi abuela a la salida de la Ermita de la Virgen de la Estrella le recitó unos versos que juntamos esa tarde entre las dos.
“A ti Virgen de la Estrella
de la Manchuela la virgen más bella.
Tu media luna
Me acompaña desde la cuna.
Tu medalla con el niño
En mi pecho la llevo con cariño.
La gran corona brilla en la cara de las mujeres
Y son las de Buenache a las que prefieres.
Mis penas, dolores y preocupaciones
Han encontrado cobijo en tu mantón
Con rezos, aliviado se queda mi corazón.
Madre que iluminas mi vida
Haz que con tu luz
Sea todos los días una alegría.
Desde mi alma te entrego estas flores
Te pido que cuides a mis amores
Solo me queda darte las gracias por tu compañía
Me despido hasta otro día.”
No me quedan claros muchos detalles, a mi abuela le hubiese gustado tener más alegrías que humor. Cuando vuelvo al pueblo y las personas que la conocieron se refieren a ella como pobre Sofieta, salto como un resorte: “Yo estoy disfrutando esta vida por mí y por ella”.
Su voz se llenó de libertad a la hora de plantear sus últimas voluntades, un manifiesto que dejó dicho que cuando se muriese no quería ser enterrada con él, que ya lo había tenido bastante tiempo encima. En su tumba aparece, una sola foto, ella con un ramo de flores entre sus manos.





