El salón de mi casa está presidido por un retrato, el de mi abuela. Hay muchas más cosas, pero esa fotografía es la que más miro. Pasé con ella mucho tiempo. Para mí era mi segunda madre. Tenía tres nietos, pero yo era la mayor y mi madre cuando yo era pequeña tuvo que dejarme muchas veces con ella porque tenía que trabajar.
Recuerdo que mi abuela me rezaba cuando me iba a la cama todo lo que sabía con una voz dulce y yo me quedaba adormilada enseguida con la consciencia justa para sentir su beso de buenas noches. Me encantaba acompañarla a la carnicería agarrada de su mano, siempre me daban una galleta y me decían lo grande y guapa que estaba. Entre mis evocaciones infantiles gastronómicas con ella, también entran la cebolleta que me compraba en la tienda de chuches, el chupete de caramelo que me regalaba en las fiestas y el aroma de café y pan recién hecho que me llegaba cuando me sentaba a escondidas en las escaleras para escuchar a mi madre y a ella hablando en la cocina. Incluso sus reniegos porque llegaba tarde de la Plaza los recuerdo como si fueran una música agradable y suave. Me decía: niña que sea la última vez, pero luego me daba un beso y un abrazo y el responso servía para poco.
Dolores Carreras Navarrete nació en Bedmar, un pueblo de Jaén a los pies de una sierra en los años 20 del siglo pasado. Eran cuatro hermanos. Los hombres trabajaban en el campo y las mujeres preparaban las comidas para todos. Nunca se quitaban el delantal. Cuando era joven, Dolores entró a trabajar para una señora que estaba encantada con ella y le cogió mucho cariño. Como la patrona no tenía ni hijos ni sobrinos que pudieran heredarle, le prometió a mi madre que cuando muriera ella heredaría todo, las tierras y la casa. Pero llegó el día en que la señora se puso enferma y no había hecho testamento así que llamaron al cura para que recogiera sus últimas voluntades. Esta era la manera habitual de hacer las cosas oficiales de la muerte entonces, contárselo a los curas. El párroco se sentó en los pies de la cama de la señora: quiero dejarle los terrenos y la casa a Dolores, dijo la enferma. Pero para este señor con sotana, el servicio y los jornaleros eran de raza inferior y en lo último que estaba pensando era en cumplir las últimas voluntades de su interlocutora. Escuchó lo que escuchó, pero escribió esto otro: la señora deja las tierras y la casa a la Virgen de los Dolores. El nombre era el mismo pero la Dolores terrenal no vio nada de la herencia y hasta ahora no he podido preguntar a la Virgen si ella sí. Murió la señora y mi madre se quedó sin herencia y sin trabajo y volvió a su casa.
Poco tiempo después, mi abuela se casó con mi abuelo Simón, que también era jornalero. Las jornadas eran extenuantes. Se pasaban el día en los cortijos y por la noche volvían a casa en borrico, el que tuviera; si no, andando. Dolores y Simón tuvieron tres hijos: Encarna (mi madre), Antonio y Teresa. La mala suerte quiso que mi abuelo cayera enfermo muy pronto con un cáncer de garganta. Tras seis meses de cuidados intensivos en casa, murió y dejó a mi abuela con tres niños pequeños que sacar adelante.
Vuelta a empezar. Sola. Una mano delante y otra detrás y tres hijos de 14, 13 y 5 años. Por gente conocida de su pueblo, le llegó que en Navarra se necesitaba personas para trabajar en el campo en las campañas del espárrago y en las fábricas conserveras que allí había. Así que mi abuela cogió a sus hijos, a un sobrino, los colchones y los enseres que pudo y puso rumbo al norte en un tren abarrotado de esperanzas de mejores condiciones económicas que los trajo a la estación de Caparroso. En una parte del tren viajaban los pasajeros; en otra, las pocas pertenencias que estos tenían en la vida. Era el año 1964. Vinieron sin ningún tipo de contrato ni promesa y con mucha incertidumbre, pero encontraron trabajo pronto.
Al principio se instalaron en una casa de tres pisos con otras familias del mismo pueblo de Jaén, las familias de la Teresa y la Maruja. Luego ya, pudieron comprarse una: la casa de mi abuela que me es tan querida y a la que acuden todos mis recuerdos amables.
Cuando mis padres y yo nos trasladamos a Azagra, el día preferido de la semana pasó a ser el sábado porque volvíamos a Caparroso para visitarla y reunirnos toda la familia en torno a una mesa. Cogíamos un autobús tempranísimo, a las 7,30 de la mañana. Yo siempre me mareaba, pero la recompensa repetida que sabía que me esperaba ayudaba a que el mareo se mitigara un poco. Mi abuela nos recibía con una bata y un delantal de flores, café, pan caliente y unas tortas de aceite con azúcar que nos gustaban mucho. Después de desayunar yo me quedaba dormida en el sofá escuchando la chachara de los adultos. Cuando me despertaba, ella me daba una peseta para que me fuera a comprar una cebolleta que yo me comía desmembrándola poco a poco para que me durara más.
Aunque quizás lo que recuerdo con más nitidez es la aventura que vivimos solas ella y yo. Saltaba de alegría el día que mi madre me comunicó que un pariente se casaba en el pueblo de origen de mi familia en Jaén y puesto que nadie podía ir, mi abuela me había elegido a mí para que fuera su acompañante. Yo tendría como unos 10 años. El viernes por la noche cogimos el autobús que nos llevaba hasta Jaén. Por aquel entonces, este servicio era habitual pues había muchas familias que tuvieron que dejar su tierra para instalarse en otra que siempre fue un poco prestada. El viaje duraba 8 horas e hicimos dos paradas, una para cenar y la otra para estirar las piernas. Supongo que mucho no dormimos. Recuerdo los asientos incómodos, que iba abarrotado y los ronquidos. Confirmo, yo no dormí nada porque además estaba nerviosa sabiendo lo bien que me lo iba a pasar. Llegamos de madrugada, descargamos las dos maletas pequeñas, nos acomodamos en casa de una tía y de ahí nos fuimos a desayunar roscas de churros con chocolate y después, a ponernos guapas para la boda. Mi abuela con un vestido marrón y zapatos y bolso negro que era pequeño en apariencia, pero en el que cabían infinidad de cosas, como pasaba con mi abuela. Yo, un vestido blanco con florecitas rojas de nido de abeja que me encantaba. Cuando íbamos a salir por la puerta, mi abuela me estiró de los bajos y sugirió que a lo mejor habría que haber planchado un poco el vestido, pero no había tiempo. Me agarró de la mano y salimos en procesión toda la familia detrás del novio. Hacía mucho calor y el paseo hasta la iglesia se me hizo larguísimo. La misa fue muy bonita y la iglesia estaba adornada con flores en los asientos y en el altar; pero sobre todo estaba fresquita, mucho más que el exterior. Los novios estaban nerviosos y cada dos por tres la novia le limpiaba el sudor a mi primo. Del banquete recuerdo el menú entero, pero sobre todo las gambas porque estupefacta vi como algunas señoras las guardaban en las servilletas de tela y se las metían en el bolso. Al comentarle la jugada a mi abuela me dijo que yo ver, oír y callar, que aquí eso era normal. Yo me quedé pensativa. ¿Y tú lo has hecho alguna vez?, volví a preguntarle. Pues claro- me contestó ella- si me ha gustado algo claro que sí. Se nota que nos has pasado hambre.
Bailamos hasta agotarnos y pasamos un fin de semana que nunca olvidaré. En el autobús de vuelta sí que fuimos durmiendo todo el camino. Ni me mareé, ni escuché los ronquidos.
Dicen que en el carácter nos parecemos. Mi abuela era muy sensible pero también la persona más fuerte que he conocido. Tuvo que serlo para poder sobrevivir. Todos sus vecinos la recuerdan como una buenísima persona. Siempre hablan bien de la señora Dolores. Sé que se callaba muchas cosas, muchos problemas para no preocupar a nadie y a cambio nos contaba historias de su pueblo, supongo que un pelín edulcoradas, que siempre nos atrapaban. Me encantaba escucharla. Jamás dio un solo problema a nadie, ni siquiera en su vejez o cuando se fue apagando. Pasó sus últimos años viviendo un mes en casa de cada hijo. Le estaban dando micro infartos y ella seguía cosiendo los dobladillos de un pantalón. Un día la llevamos al hospital porque se encontraba peor. Nunca se había puesto enferma y los médicos sorprendidos comprobaron que no tenía historial médico. Apenas pudieron completar un folio con los males que la aquejaban porque esa misma noche se fue. Murió tranquila y en paz. En mi historial, ella llena miles de páginas de amor y agradecimiento. Siempre me decía que había que luchar porque el que la sigue la consigue. Gracias abuela. Te hago caso.





