El viaje

El último día de mayo tocaba excursión. Gracias a un anuncio que había visto vete tú a saber dónde, me había enterado de que un grupo de radioaficionados organizaba una salida para visitar algunos de los tesoros artísticos de la Rioja Alta. Me hacía ilusión que mis padres pudieran conocerlos. No teníamos las plazas reservadas, pero tuvimos suerte y nos quedamos con las últimas.

De camino a la estación mi madre aprovechaba las paradas en los semáforos para rezongar porque mi capricho nos había obligado a madrugar el único día de la semana que teníamos libre.

Cuando llegamos, todos los excursionistas estaban ya sentados. Nosotros avanzamos por el largo pasillo hasta los nuestros que eran los últimos con lo que mi madre que ni con doble dosis de biodramina se salvaba del mareo, casi me mata.

Tuve que recorre el pasillo en sentido inverso y así pude lucir mis joyas de pasarela consistentes en un pantalón de chándal con un jersey de vestir por el que asomaba un trozo de camiseta. Le pedí al radiofonista jefe un cambio de asiento para mi madre y él nos cedió uno en la parte de adelante con lo que las aguas volvieron a su cauce.

Nada más arrancar un señor que tenía unos graciosos mofletes rosados cogió el micrófono. Con una voz profunda y magnética nos empezó a explicar su trayectoria en el club. Nos confesó que la radio le había enganchado en su juventud y vistos los estragos de las diferentes sustancias de la época, podría decirse que su afición le había salvado la vida.
Comentó el ritual que seguían con el corto cambio y el alias de identificación. El grupo de radioaficionados era un colectivo muy útil a la sociedad porque en accidentes e incendios llegaban antes que los servicios de emergencia.

Entre anécdotas y prodigios llegamos sin sentir a la primera parada, al hasta ese momento inexistente para mí, Monasterio de Cañas.

El claustro, el panteón y, sobre todo, la iglesia con sus ventanales de alabastro formaba un conjunto de enorme belleza.

Mientras curioseábamos entre los rosarios y demás objetos tan sacros como inútiles en la tienda estratégicamente colocada a la salida, mi madre me dijo que el viaje iba muy bien, que era casi como viajar al lado de Iñaki Gabilondo, su locutor favorito.

La siguiente parada era Santa María La Real de Nájera. Nos esperaba un simpático frailecillo entre cuyas funciones también estaba la de guiar a las visitas. Resultó ser ameno y didáctico. Hacía constantes paralelismos entre la época de la construcción del Monasterio y la actualidad. Una de las fundadoras vendría a ser la Isabel Preysler de la época, nos contó. Y también, que, en una reciente visita, la Reina Sofía se había interesado por la financiación para poder restaurar la importante sillería del coro.

Mis padres escuchaban las explicaciones admirados, sintiéndose un poco receptores intrusos de tanta sabiduría.

Felices nos subimos de nuevo al autobús. Mi madre ya sin pesar ninguno. Nos dirigíamos al último punto para completar esta especie de tres en raya monástico.

Sin sentir, llegamos al Monasterio de Valvanera, sede de la patrona de la Rioja. Allí frente al monte de robles y hayas nos comimos nuestros bocadillos y en la hospedería nos tomamos la típica cuajada con nueces y miel.

Un señor con la cámara al cuello se ofreció a hacernos una foto.

Al despedirnos del simpático grupo y marchar a casa, mis padres no paraban de hablar de las maravillas descubiertas en el recorrido.

– Merche –

Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.