Me acerco descalza sigilosamente por el pasillo mientras deslizo suavemente mi mano por la pared. No quiero que me descubra. No quiero que sepa que lo sé. Quiero observar sus pensamientos sin testigos, quiero observarla a ella en pasado y en presente para descubrir si hay alguna manera de que en el futuro ese halo que siempre rodea a mi madre desaparezca. Pero no lo hace, porque la soledad no es una mancha en la cara que pueda atenuarse con maquillaje, la soledad te recorre entera de los pies a la cabeza y viene para instalarse cuando su mejor aliada es la nostalgia.
La miro sin que me vea y siento esa soledad que me cala hasta los huesos y tengo que irme corriendo y salir de la casa porque en mí, su melancolía lo que produce es rabia infinita, incomprensión y ganas de gritarles a unos abuelos, a los que nunca conocí: ¿Por qué le hicisteis esto a mi madre?
- Te vas a ir a España a conocer a tus abuelos. Es solo temporal. En menos de un año estarás de vuelta.
Estas son las palabras que miles de veces he imaginado que mi abuelo le dijo a mi madre.
Viven en Argentina, mi madre ha nacido allí, es argentina, nunca dejó de serlo. Me imagino a una joven de 15 años sin la madurez suficiente para sopesar si esa decisión, en la que no ha intervenido, es la que ella quiere. Son los años 30 del siglo XX, el panorama político en España está un tanto revuelto. Estamos en los albores de la 2ª República y el mundo rural sigue pasando hambre. ¿Por qué la mandan a un país que está peor que el que deja? Nunca obtuve una respuesta que me satisficiera o que no lo hiciera. Así que yo misma llegué a la conclusión de que a las mujeres, y también siendo niñas, se nos presupone una tarea de obligado cumplimiento por nuestro sexo: los cuidados. Mi madre no fue ni más ni menos que otra niña obligada a abandonar su hogar para “echar una mano” en el de su abuela que vendía vasijas por todos los pueblos de Navarra y hasta en Soria y de paso, cuidarla.
Creo que he rememorado la despedida en el puerto argentino más veces que mi madre misma. Pongo en ese momento toda la intensidad de la soledad que observo en su vida, soy una adelantada, yo sé que ha sido así. Ella en ese momento no sé qué es lo que sentía. Doy por supuesto que miedo, mucho miedo. Tiene 15 años y jamás se ha despegado de su hogar. Acarrea una maleta donde podría haberse metido ella misma pero cuyo fondo es insuficiente para todos los recuerdos que tendrá que atesorar luego. Su padre la acompaña al barco. Entre su documentación en regla, que la hace merecedora de ese viaje que ella no ha solicitado, se hayan el pasaporte y la partida de nacimiento guardados en una carpeta. No es un viaje de placer, tampoco de desplacer. No sabe qué es lo que es. Antes de subir al barco su padre la abraza durante segundos que luego ella recordará como horas. Se quita un pañuelo rojo que siempre llevaba anudado al cuello y se lo coloca a ella. Fin. Este contacto, este abrazo, este aliento compartido de la pena de la despedida sería el último que se daría con su padre, su familia y su país en su vida. Mi madre nunca volvió a Argentina y mi abuelo, su padre, moriría apenas un año después de que el barco zarpara para siempre. Lo único que quedó que uniera sus dos mundos fue ese pañuelo rojo que siempre conservó.

Mi padre era el segundo de cuatro hermanos. Se llamaba Pepe. Nació en el año 1905. El último de los hermanos vino al mundo cuando mi abuela acababa de quedarse viuda. Tenían una tienda y creo que eso marcó el carácter de toda la familia, estaban acostumbrados a tratar con la gente y a vivir de puertas afuera.
Con el propósito de aliviar bocas que alimentar y como era costumbre por aquel entonces, a mi padre lo mandaron a vivir con sus abuelos y un tío, el tío Julio, que fue sin duda la persona que más marcó a Pepe en su vida. Era cómico y con él viajó a los teatros de grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Pamplona, Zaragoza o Bilbao. Por eso no es de extrañar que mi padre quisiera ser actor, que lo consiguiera y que incluso llegará a compartir escenario en Bilbao con compañías de la talla de Margarita Xirgu. Pero…, era menor de edad y mi abuela lo mandó volver a casa para que aprendiera un oficio menos romántico en la Escuela de Oficios de Pamplona. Pepe se dedicó durante mucho tiempo a la carpintería y la ebanistería y no tengo ninguna duda de que se acordaba a menudo del tío Julio que contribuyó a que fuera una persona avanzada para su época y un buen lector. A Julio lo fusilaron en el 36. No había cometido ningún delito. Lo juzgaron y lo pusieron en libertad. Pero al salir de San Cristóbal, como muchos de sus compañeros, fueron presa fácil. Dejó huérfana a una hija de 14 años.
Mi padre se casó con Concha, su primera mujer, y tuvo dos hijos Pedro y Manolo, mis hermanos. Concha murió muy joven en un accidente y los dejó solos.
Mi madre llamaba la atención con su acento argentino y, además, era muy guapa por lo que tenía muchos pretendientes. Cuando llegó a España, al principio vivió en Milagro y ayudaba a su abuela en las dos tiendas que tenían. Los clientes entraban al comercio solo para oírla hablar. Además, era y lo fue durante toda su vida, una gran narradora conocedora de muchas historias e Historia. Solía ir a Azagra, el pueblo de sus padres, a visitar a la familia.
Pero fue en Milagro donde ella y Pepe se conocieron.
Ninguna de las dos familias estaba conforme con esa relación. Los tíos de mi madre veían con malos ojos que hubiera escogido a un viudo con hijos a los que a partir de entonces tendría que cuidar. Para mi abuela paterna, ninguna mujer era suficiente para su hijo. Ni lo había sido su primera mujer, ni mi madre, ni la Virgen María que se hubiera presentado candidata. Intentó durante toda su vida malmeter para que la relación entre las familias de las dos mujeres de mi padre se rompiera. Nunca lo consiguió. Para mí siempre fueron personas que sumé a mi vida y a mi corazón como si fueran mis propios tíos, tías y primos.
Después de nacer yo, la cosa no mejoró para mis padres y mis hermanos en cuanto a su relación con sus parientes de sangre. Pero no importó porque no se quedaron solos. Nuestra casa en Azagra tenía dos pisos y la familia Oliveira entró en nuestras vidas para quedarse. Don Eduardo Oliveira había venido de joven como médico a Azagra. Mi padre por aquel entonces era un crío, pero recordaba que al tiempo de que el médico estuviera en nuestro pueblo, se había marchado a las Urdes para atender allí a los más necesitados. Sus compañeros de expedición, Gregorio Marañón y el mismísimo Alfonso XIII. Los relatos que nos contaba Don Eduardo sobre esa etapa de su vida eran tan impresionantes que casi era mejor no pensar en tanta miseria. La verdad de la situación en esa región de Extremadura nunca salió en los canales oficiales.
Para Don Eduardo Oliveira, los enfermos siempre fueron su prioridad a costa de su propia familia. Doña Pilar, su mujer, era una gran señora de una importante familia de Toledo y tuvieron nueve hijos. Para mis hermanos y para mí, el médico era ese abuelo genial que llenó nuestra infancia de alegría, risas y cariño. Su amigo Gregorio llamaba a menudo a nuestra casa, porque los Oliveira no tenían teléfono, y cuando cogía yo me decía niña, dile a Don Eduardo que se ponga al aparato. Yo entonces era pequeña y no sabía que mi interlocutor era una eminencia médica.
Son miles los recuerdos que se agolpan en mi cabeza de los momentos compartidos entre los Oliveira y nuestra familia y, casi todos, son buenos. De vez en cuando Don Eduardo nos llenaba las dos casas de niños gitanos para cuidarlos. Él los curaba con la ayuda de mi madre en la que tenía tal confianza que terminó contando con ella en cesáreas y otras intervenciones importantes. También en esas jornadas los alimentaba, bañaba y les proporcionaba ropa limpia, muchas veces de mis hermanos. Vaciaba las despensas de las dos casas para darles de comer algo caliente. Muchas veces nos dejaba sin comida a las dos familias. Lo compartía todo salvo los mantecados de mi madre a los que era adicto y nunca le faltaron. Esas jornadas con los gitanos siempre acababan entre risas, cánticos y bailes acompañados a la guitarra de Don Eduardo.
También recuerdo compartir los domingos el chocolate y los picatostes, el turrón de Navidad y las piñas que traía de Brasil Pepe, uno de los hijos de los Oliveira que era piloto, y cuyo sabor no era comparable a ninguna piña que haya probado después.
Cuando Pepe volvía de algún viaje a las chicas, sus hermanas, su madre, la mía y a mí, nos traía perfume. Pero antes de estos viajes Pepe había sido piloto de guerra y cuando salía a bombardear el País Vasco portaba siempre una cruz porque su hermano Domingo estaba preso en la plaza de toros de Bilbao y ese era también uno de los objetivos. Cosas de la guerra. La cruz o el destino los protegió a los dos. Y por cosas del destino también, esa misma cruz primero la custodió mi madre y ahora yo junto a Santa Rita.
De todos los hijos e hijas de los Oliveira, que para mí eran como tíos y tías, dos de las hermanas se casaron en Azagra. Rosario con un militar de los regulares que conoció en Marruecos. Ella era enfermera. Cuando vinieron a Azagra, yo volví corriendo del colegio para ver que me traían y me llevé el susto de mi vida. Él iba vestido de militar y yo creía que el novio de Rosario era el auténtico Franco. Siempre me han dado miedo los uniformes. Maruja, por su parte, se casó cuando yo tenía 7 años y hubo que acomodar las fechas porque ese mismo año yo hacía la 1ª Comunión y había que alojar para uno y otro evento a los invitados en las dos casas. El novio de Maruja se llamaba Alberto y yo estaba un poco enamorada de él en secreto. Creía que Alberto nunca envejecería y que cuando yo me hiciera mayor también me acabaría casando con él.
Todo era perfecto hasta que Don Eduardo empezó a perder la cabeza. No era demencia. Era algo mucho peor. Lo ingresaron en varios centros, pero las mejorías cada vez eran más cortas. Nunca olvidaré la noche que vinieron los loqueros a buscarlo con una camisa de fuerza. Cuando estaba lúcido me recordaba una y otra vez que quería ser enterrado en Azagra y yo que tenía diez años pensaba, pero, ¿qué voy a poder hacer yo para cumplir tu deseo si soy pequeña?
Don Eduardo fue nombrado Quijote de la Medicina y sí, fue enterrado en Azagra. Cerca de nosotros. Fue mi madre la que lo visitaba en el cementerio, ahora soy yo. Gracias Eduardo. ¡Cómo no quererte si fuisteis la familia que entonces mi madre necesitaba! Te prometo que si localizo a tu nieta Ana le daré la cruz de tu hijo Pepe. Si no, cuando yo no esté y me incineren, nos acompañará a mi madre y a mí en el nicho.
- Te quiero- le decía yo a mi madre todos los días mientras la acariciaba.
- Yo más- me respondía con sus ojos limpios.
- No, yo más- le replicaba.
Este es el mantra que mi madre y yo nos repetíamos continuamente en sus últimos días. Fue una luchadora nata que vivió para nosotros y por nosotros.
La última etapa de su vida creo que fue la más dulce que una abuela y bisabuela puedan tener. Quiso a sus nietos y biznietos con locura. Ya he dicho que era muy buena narradora y les contaba las mejores historias de Argentina y España.
Antes de morir pudo despedirse de todos, incluido su nieto Luartu recién venido de Boston. Íñigo le dio un recital de violín. Mirian portó la cruz funeraria y los dos peques muy emocionados ofrecieron las flores a la Virgen del Olmo. Yo, por mi parte, seguí acariciándola. Fue un día de nieve, pero para nosotros la nieve se convirtió en una fiesta de la familia que construyó. Una familia unida a la que yo siempre apodé como a tíos y tías independientemente de si compartíamos la misma sangre.
Al releer este texto, me doy cuenta de que a lo mejor esa soledad que yo le presumía solo fue un fantasma que aparecía menos de lo que me imaginaba pues, en realidad, mi madre siempre estuvo acompañada de muchas personas que la querían.





